Darío, «padre y maestro» del Modernismo literario

<<Rubén Darío no solo fue un poeta que trajo novedades a la lengua que liberó de la Península, fue el cuentista, el cronista, el periodista y diplomático liberal que consagró una estética, la más grande herencia de Hispanoamérica a la Lengua Española.>>

Año con año, en ocasión de una fecha más del natalicio de don Félix Rubén (1867-1916) me agrada reflexionar sobre la obra del poeta nicaragüense, al que Jorge Eduardo Arellano suele llamarle «errante cantor de Metapa». Digo que me agrada porque Rubén es un divertimento literario, una pasión irrenunciable, pues sus poemas, sus cuentos, sus crónicas nos hacen transportarnos a momentos, paisajes, personajes, amores e ilusiones que un día partieron de la que llamó «página blanca» para perseguir «una forma» que la lengua española llamó: Modernismo. 

Esta «rara quinta esencia» que llamó el célebre crítico Juan Valera no comenzó con Darío. Antes que él, dice Roberto Carlos Pérez Alvarado, los poetas, «libres del dominio español… se sintieran capaces no sólo de articular ágilmente sus ideas, sino de experimentar con modelos franceses en el uso del lenguaje poético». Se refiere, precisamente, a José Martí (1853-1895), de Julián del Casal (1863-1893), Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) o José Asunción Silva (1865-1896), quienes, dice Pérez Alvarado: «echaron andar el idioma». Y, al referirlo así, cancela la gran deuda moral y académica que tenemos con aquellos que sirvieron de precursores al movimiento que Darío lideró sin competencia alguna.

En mis años de lector nunca fui atrapado por un autor, por una obra completa, como he sido envuelto por las obras de Darío. No solo por su obra, por su vida, su pensamiento político, sus ausencias maternas y paternas, sus desamores, sus ilusiones vividas y perdidas. Rubén lo debe ser todo para quien se adentra en el maravilloso mundo de la lectura, pues podemos ser felices imaginando la risa de Eulalia, podemos llorar pensando en el hijo del tío Lucas, soñar en las «tierras solares» y preguntarnos sobre la vida, sobre el futuro, sobre el ser, sobre la muerte como los centauros en su coloquio, o aspirar a la victoria y revivir los versos de La Marcha Triunfal: 

Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,

los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas

la gloria solemne de los estandartes,

llevados por manos robustas de heroicos atletas.

Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,

los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,

los cascos que hieren la tierra

y los timbaleros,

que el paso acompasan con ritmos marciales.

¡Tal pasan los fieros guerreros

debajo los arcos triunfales!

(La Marcha Triunfal). 

El Modernismo no comienza sino a entrar en competencia con el espaldarazo que le da el crítico español Juan Valera (1824-1905). Al afirmar (Valera) que lo que hacía Darío «en el alambique de su cerebro» confirmaba que la lengua de Cervantes, de Góngora, de Quevedo y de Sor Juana que adormecía en la Península, se redimía desde América. Lo que pudo haber creado un sentido de pertenencia en el mismo poeta que afirma «mi literatura es mía en mí». Por eso, «la historia y la poesía le dieron la razón a Valera y en algún momento posterior a 1898 empezó el reconocimiento y la merecida gratitud», sentencia Roberto Carlos. Y, de no haber sido por Darío, la lengua estuviese estancada porque la Vanguardia no hubiese sido capaz de redimirla a los niveles en que Darío y el Modernismo literario lograron hacerlo.

Entre toda la obra rubendariana la que más me fascina es la de Prosas Profanas. De ella retomo lo que el académico nicaragüense, Julio Valle-Castillo dice: 

Prosas Profanas, prosas mundanas, de la juventud del poeta, antífonas, prosas que celebran el amor, las rosas, los besos, las hostias amatorias, que rayan o que se aproximan a las inmediaciones de la herejía, porque la hostia es el cuerpo de Cristo y lo amatorio no es precisamente la mística de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. 

Veamos por qué la mujer, el amor, la juventud de Darío se hace ver en esta obra: 

Sobre la corporalidad femenina: 

¡Ay de quien sus mieles y frase recoja!

¡Ay de quien del canto de su amor se fíe!

Con sus ojos lindos y su boca roja, 

la divina Eulalia ríe, ríe, ríe.

(Era un aire suave). 

Y en Divagación, Rubén recorrerá su amor y lo describe con cada paisaje romano, griego, alemán, francés, hispano, chino, japonés, hindú y termina con una alegoría bíblica que no deja a un lado el oxímoron religioso y profano: 

Amor, en fin, que todo diga y cante, 

amor que encante y deje sorprendida 

a la serpiente de ojos de diamante 

que está enroscada al árbol de la vida.

(Divagación). 

Rubén mezcla su lírica con la musicalidad. Los primeros poemas de Prosas Profanas son un ejemplo de ello, siendo el más expresivo Sonatina, en el que Darío mezcla las rimas, las versificaciones, el ritmo en los versos de un poema amoroso, hecho música:

-Calla, calla, princesa –dice el hada madrina-, 

en caballo con alas, hacia acá se encamina, 

en el cinto la espada y en la mano el azor, 

el feliz caballero que te adora sin verte, 

y que llega de lejos, vencedor de la Muerte, 

a encenderte los labios con su beso de amor!

(Sonatina). 

Pero, ¿de dónde viene esta variedad de mujeres de Darío? Eulalia, Stella, Julia y sus ojos negros no son para siempre. Tres poemas relacionan la mujer con la muerte, es decir, la poesía de Darío no rechaza el tiempo, son precisamente las mujeres reales (Rafaela, Rosario, Francisca) las que lo harán sufrir, por eso su poesía es un reflejo de ello:

Y en una tarde triste de los más dulces días, 

la Muerte, la celosa, por ver si me querías, 

¡como a una margarita de amor te deshojó!

(Margarita). 

Yo triste, tú triste… 

¿No has de ser entonces

mía hasta la muerte?

(Mía). 

Lirio real y lírico

que naces con la albura de las hostias sublimes, 

de las cándidas perlas

y del lino sin mácula de las sobrepellices: 

¿Has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella, 

la hermana de Ligeia, por quien a veces mi canto a veces es tan triste? 

(El poeta pregunta por Stella). 

Si bien Prosas profanas es una de las obras que consagra a Rubén Darío como líder indiscutible del movimiento literario hispanoamericano, no es la única. En 1905, en España, aparecerá otra obra que marcará un hito en las letras españolas: Cantos de Vida y Esperanza develará al poeta de las preocupaciones que en el entorno observa y se pregunta por la política, por el destino de la humanidad, por la fragilidad de América y el vacío del ser que él mismo sufre. 

Según don Edelberto Torres, Darío estaba «llegando al fin de su principio y al principio de su fin… se torna irascible, descontentadizo, poseído del terror de la muerte, no pudiendo estar solo una hora en la noche ni cerrar los ojos si no es con la alcoba iluminada» (La dramática vida de Rubén Darío, 489), y por eso exclama  «el espanto seguro de estar mañana muerto,/y sufrir por la vida y por la sombra y por/lo que no conocemos y apenas sospechamos».

Y es en esta obra donde Darío «profundamente vinculado a Hispania, amenazada por el desastre colonial. Se aferra a su lengua, la primera lengua global de la historia, entonces hablada por cien millones de personas. «Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos; / formen todos un solo haz de energía ecuménica. /Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas». Los últimos años de Darío son  los de la poesía de la angustia individual y colectiva.

Rubén Darío no solo fue un poeta que trajo novedades a la lengua que liberó de la Península, fue el cuentista, el cronista, el periodista y diplomático liberal que consagró una estética, la más grande herencia de Hispanoamérica a la Lengua Española, pues solo Darío fue capaz de hacer «el viaje de vuelta con los primeros ejemplares de Azul: es cuando el 22 de octubre de 1888 Don Juan Valera escribe desde Madrid en una de sus Cartas americanas: “ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo…» y –prosigue don Sergio Ramírez Mercado-, «Tres siglos después de Cervantes, él devolvió a la península una lengua que entonces resultó extraña porque venía nutrida de desafíos y atrevimientos, una lengua que era una mezcla de voces revueltas a la lumbre del Caribe». 

Darío no se afronta de sus orígenes, vuelve a Nicaragua, a la patria que lo vio partir hacia el sur, pero que regresa del norte como cantor de la paz. Y ese regreso, Ortega lo menciona en  El tiempo de la poesía de Rubén Darío  como que «Vallejo ve a Darío volver a América desde España, subrayando, así, la índole atlántica del verso darían, su voz hecha de las sumas felices». En ese sentido, Darío no le niega nada a España y elogia la herencia que recibió –y que también nosotros heredamos- del Quijote, por eso exclama: 

la América del grande Moctezuma, del Inca, 

la América fragante de Cristóbal Colón, 

la América católica, la América española… 

(A Roosevelt). 

Y así, la poesía y la «prosa de asombros y descubrimientos en las redes efectivas del viaje» -como lo refiere Julio Ortega-, no pierden nunca sentido ni vigencia. Rubén fue quien nos fundó, quien nos dio la identidad, quien forjó el camino que han recorrido muchos más y han hecho grande a nuestra «república de poetas». Porque, somos, según Ortega, «un país, después de todo, más grande en el discurso que en sus mapas». 

Esto solo fue gracias a Rubén, a su obra, y a Cantos de Vida y Esperanza, el cual, citando a Jorge Eduardo Arellano, concluimos, que, el poemario que consolidó a su autor como lírico perdurable de nuestra lengua y que, en el cincuentenario de su edición príncipe, sería cantado por Salomón de la Selva como solo él podía hacerlo, destacando su hispanismo celebratorio y unificador, abierto a las raíces latinas y a la proyección universalista: 

Libro ninguno echó mayor raigambre

para hacer de los pueblos de habla nuestra 

en tan diversos suelos disgregados

una única patria; ni alzó tronco más alto ¡su nobleza

que ennoblece a todas nuestras razas!; 

ni ramaje extendió más hermoso y variado,

que roza a Grecia, toca a Italia, adorna 

con sus flores a Francia, y en su solo abrazo

cobija por igual a América y a España,

y en el ocaso tiende 

su sombra al Asia.

Manuel Sandoval Cruz
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El autor es articulista y reseñador.

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