Sobre la Asamblea Constituyente (Parte II): lecciones de nuestra historia

Anteriormente, hablábamos de la necesidad de una Asamblea Constituyente para fundar una república democrática (un sistema de poder con derechos para todos, privilegios para nadie) por primera vez en la historia de Nicaragua. Por primera vez, pues del dominio de la monarquía hispana el país pasó a un modelo presuntamente republicano, por no contemplar la figura legal de Rey o Reyna, pero que ha sido obra e instrumento de una pequeña élite en detrimento de los derechos de la mayoría y del progreso del país. 

En la práctica, la “república” que han añorado estas élites, la que mencionan en el eslogan nostálgico de “Nicaragua volverá a ser república”, fue apenas un período de más o menos treinta años a finales del siglo XIX durante el cual unas cuantas familias oligárquicas, hoy en día prácticamente convertidas en un solo árbol genealógico, casi todas en Granada, se reunían en tertulias a unas cuadras a la redonda para pasarse entre ellos el mando del Estado. Escasísimos eran los nicaragüenses que podían, ya no solo votar y postularse, sino incluso enterarse, de que en la llamada “República Conservadora”, los patrones habían elegido un nuevo Presidente. 

Los intentos más recientes de transformar el modelo arcaico de poder han sido fraudulentos y fracasados. La llamada “revolución sandinista”, nació muerta como fuerza de renovación política. Fue asesinada desde dentro por la ideología estalinista del poder, que ellos llamaban marxismo-leninismo, y desde fuera por la penetración, apoyo y participación de las familias herederas de la república conservadora, que habían sido desplazadas del protagonismo político por el régimen dictatorial (de origen liberal) de los Somoza. 

Transcurridos cuarenta años desde aquel efímero estallido de esperanza, no es accidente que la oligarquía conservadora haya recuperado, con creces, y a pesar de sus conflictos recientes con el régimen, la dominación económica que tenían antaño.  Son más ricos que nunca, han controlado las riquezas del país como si fuera una hacienda que comparten con el mandador de turno, el tirano. Y si tienen roces con este ––que obviamente intentan resolver a través de un nuevo pacto–– no es por un abandono de corte patriótico, liberal y democrático, de sus privilegios, sino porque la rebelión popular, y la cruel respuesta del régimen del cual hacían parte los ha dejado a media calle, desnudos como el emperador de la fábula. 

Hay que decir que entre el fin de la llamada “revolución sandinista” (más propio es llamarla “la primera dictadura del FSLN”) y el matrimonio civil y religioso entre Ortega y la oligarquía conservadora que desde 2007 hasta 2018 celebraban orgullosamente ––de hecho, “constitucionalmente”–– bajo el nombre de “modelo de diálogo y consenso”, se sucedieron tres gobiernos entre débiles y corruptos, unos más que los otros, que fueron, quizás, el primer intento real de república democrática en la historia nicaragüense.  

Nació de un parto sangriento como pocos, al final de una guerra campesina contra la primera dictadura del FSLN, que costó decenas de miles de muertos. Nació muy débil la criatura, pero nació. Y para hacerlo, debieron coincidir en el tiempo una serie de acontecimientos casi sísmicos: un apoyo financiero enorme de los gobiernos estadounidenses; el colapso del imperio soviético; y, sobre todo, la voluntad férrea de los nicaragüenses pobres, que dieron sus vidas y su sangre por la libertad.  

Al final, sin embargo, la criatura nació débil. ¿Por qué? Por razones que hay que recordar, porque son un mal crónico de nuestras luchas políticas: dependencia de poderes extranjeros, manipulación de élites domésticas corruptas, y falta de visión estratégica por parte de los luchadores honestos. 

En otras palabras: el gobierno de Estados Unidos empujó el desarme de la oposición (los campesinos agrupados en las fuerzas de combate de la Contra), pero el acuerdo dejó en pie, armado, al Ejército sandinista; los corruptos líderes políticos de la Contra, salidos de las mismas élites que han hundido perennemente al país, no tuvieron empacho en entregar el sacrificio de miles por el regreso de pocos a cuotas de poder y prebendas; el pueblo y los luchadores, exhaustos y sin dirección, aceptaron el desarme y el regreso a lo que creían era la “república” prometida.  

El pueblo había luchado valientemente, por todos los medios, y creía que al haber derrotado electoralmente al FSLN comenzaba (y era la propaganda de las élites), “una nueva era”. Para ellos, y para toda Nicaragua, era apenas, en 1990, el comienzo de una nueva tragedia.

Esto es lo que ocurre cuando no se ataca la raíz del problema. Se cortan ramas, se poda el árbol, pero el árbol del mal retoña y crece una vez más. En 1990, quedaron vivas las raíces del problema. No se contempló cambiar radicalmente el modelo de poder. Apenas se pensó en arrancar la Presidencia al gobierno encabezado por Daniel Ortega, Sergio Ramírez y los nueve comandantes del FSLN. Se asumió que, sin ellos en el poder, el sistema podría, como por arte de magia, pasar de autoritario a democrático, de opresor a representativo del pueblo. ¡Qué error más grande cometimos!

Ahora ya lo sabemos: necesitamos cambiar el SISTEMA DE PODER. Necesitamos cambiar quién y cómo tiene el poder y cuánto poder tiene cada quién en el país, y, sobre todo, en el ESTADO. 

Para cambiar el SISTEMA DE PODER necesitamos, EN LA LUCHA, construir NUESTRO PODER, el poder del pueblo, el poder democrático, disperso entre todos, pero con una voluntad común: construir un Estado de Derecho donde quepamos todos, donde NADIE esté en capacidad de convertirse en dictador, ni por medio de un golpe de estado, ni por ninguna artimaña de “diálogo y consenso”.

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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