Un año en la vida del Cap
(Primera entrega)
José Luis Rocha
Investigador asociado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador y autor de Autoconvocados y conectados. Los universitarios en la revuelta de abril en Nicaragua, UCA Editores-Fondo Editorial UCA Publicaciones, Managua, 2019.
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El joven que aquí se presenta como el Cap fue uno de los miles de alzados durante la rebelión de abril de 2018, de los cientos de secuestrados por los paramilitares, de los condenados por un poder judicial podrido hasta la médula y de los confinados en un sistema penitenciario que tiene como finalidades primordiales la venganza y el chantaje sobre adversarios nacionales y extranjeros. Quizá el Cap preferiría no haber vivido lo que aquí cuenta, pero lo narra para la sanación de los que padecieron lo mismo y para mantener los latidos de la conciencia. Comparte un año de su vida: desde su captura hasta su excarcelación. Lo añade como su aporte a la Historia.
Primera parte: Captura en Nindirí
«Llegué a la casa, donde estaba un gran cartel con mi foto pegado a la pared. Vení, me decía mi mama. Yo entré y le di un abrazo. Y miré el cartel con mi imagen. ¿Y eso?, pregunté. Es el que llevábamos a las marchas, me respondió ella. ¡Ah! –le dije yo-, pero ahora ya estoy aquí. Sí, mi amor, entrá y sentate, tomá esta ropa y cambiate, ¿querés comer algo? Pero yo me acuerdo que entré, miré al fondo del patio y no miré al perro, no miré a la lora de mi mama, y miré blanco, muy blanco. Y después se me acercó mi mama con un plato de comida, y yo le dije: No sé por qué estuve tanto tiempo, me parece que esto es un sueño. Hubo un silencio. Entonces la quedé viendo a los ojos y le dije: Estoy soñando, ¿verdad? Ella se puso a llorar: Sí, mi niño, estás soñando. ¿Sigo preso?, pregunté. Sí, seguís preso amor, dijo, y me abrazó fuerte con muchas lágrimas en los ojos.»
Lo despertó el sonido de la cadena deslizándose por el portón. Eran las cuatro de la mañana, hora del primero de los tres recuentos de cada día. Era 27 de julio, día de su cumpleaños. Tenía 26 años. Seguía preso y lo estaría mucho tiempo más. Apenas habían pasado los primeros dieciséis días de un confinamiento que duraría once meses. En La Modelo, corazón y nervio del sistema penitenciario de Nicaragua. El lugar había tenido muchos huéspedes ilustres del sandinismo. Tomás Borge, que años después de su confinamiento, al ocupar el cargo de Ministro del Interior tuvo bajo su mando todo el sistema de prisiones y no hizo nada por mejorarlo, legándolo a nuestros días tal y como lo conocemos. Durante siete años ahí estuvo Daniel Ortega, por cuyo mandato encerraron al Cap y a otras más de novecientos veinte personas, la mayoría jóvenes.
Esa madrugada del 27 de julio el Cap se aproximó fugazmente a su madre en circunstancias muy similares a las de Iván Grigórievich, el protagonista de la novela Todo fluye de Vasili Grossman. Iván vio a su madre en un sueño mientras estaba en un campo de GULAG stalinista: «Ella no veía a su hijo. Él le gritaba: ‘Mamá, mamá, mamá…’, pero el pesado estruendo de los tractores ahogaba su voz. No dudaba que en medio del bullicio del camino ella reconocería en el presidiario de cabello blanco a su hijo: sólo con que le oyera, sólo con que le viera un instante, pero ella no le oía, no le veía. Desesperado, abrió los ojos.» También el Cap los abrió.
Poco después escuchó el sonido agrio de los pernos, el trasiego de peroles y los gritos de los otros reos. Sobre ese almacén de ácaros que llaman colchoneta, delgada como una tortilla y azul como un jabón cortagrasa, se dio vuelta y empezó a unir retazos de vida para recuperar su yo: era el Cap, ex periodista, ex evangélico, ex productor, ex editor, ex fotógrafo, ex colaborador del FSLN y ex trabajador en canales de TV del clan Ortega-Murillo. Tenía un presente lleno de pasados. Ahora solo era un reo político en el sistema penitenciario, soñando con su regreso a casa. Era uno entre los más de setecientos que fueron capturados después de la rebelión de abril de 2018. Tenía un nombre, pero sobre todo tenía un número. Ambos eran intercambiables en los recuentos: si los custodios gritaban su número, debía responder con su nombre, y viceversa.
<<A veces tengo episodios de violencia, escenas de un temperamento de los diez mil diablos que jamás había tenido en mi vida. Y entonces me pongo a pensar en cómo era yo antes y veo lo que soy ahora, y pienso qué mierda me hicieron, en qué me transformé.>>
Del sueño a la realidad
«Después de ese sueño pasé del estado de negación al estado de aceptación absoluta. Estaba preso, totalmente preso. Fui capturado, torturado y sometido a un proceso judicial lleno de falsos testimonios y acusaciones. Mi vida no tenía nada que ver con este mundo de violencia. Jamás en mi vida había tenido peleas. Intenté crecer con mi mama, con mi familia, como un miembro funcional de la sociedad. Me hice periodista. Todos mis hermanos son profesionales. No era un delincuente. Yo tenía una agencia de publicidad: producía audiovisuales, tomaba fotos a modelos. Esa era mi vida. No frecuentaba clubes de pelea. Ni siquiera miraba boxeo. No tenía idea de qué era eso. Jamás había sentido golpes como los que me dieron. Ha sido la cosa más horrible de mi vida. Me sentí secuestrado por un grupo de asesinos, un grupo de gente maldita a la que no sé qué le pasaba para torturarme de esa manera.»
«Ahora tengo lesiones permanentes en el hombro, las costillas y el omoplato. Las torturas me dejaron secuelas no solo físicas, sino siquiátricas. Ha sido complicado. A veces tengo episodios de violencia, escenas de un temperamento de los diez mil diablos que jamás había tenido en mi vida. Y entonces me pongo a pensar en cómo era yo antes y veo lo que soy ahora, y pienso qué mierda me hicieron, en qué me transformé. Y creo que yo no soy esto. En ese año ocurrieron escenas de mi vida que todavía no logro superar. Hay partes que mi mente bloqueó. Sé que están por alguna parte porque hay vacíos de tiempo en la cronología que yo mismo he ido escribiendo. Hay momentos en que no sé exactamente lo que pasó y otros momentos en que estuve como inconsciente. No sé si estuve inconsciente en realidad o es que mi mente bloqueó ese recuerdo.»
Por un efecto paradójico, el sueño lo llevó a la realidad y lo plantó en ella de forma definitiva. Lo llevó a una realidad dolorosa e intermitente. A la de sus fisuras en las costillas y el omoplato y a su sentimiento de estar a merced de una manada enloquecida que lo había torturado con saña. Desde su olvido preñado de memoria le duele escarbar en ese pasado, pero ahora recuerda para la Historia.
<<Escuché una ráfaga. No era una ráfaga de AK-47, y esto creo que es muy importante. Los policías y los paramilitares usan AK, pero en este caso las armas eran M-16, armas gringas que en este país solo tienen dos proveedores: un vendedor privado y los narcotraficantes.>>
11 de julio, 2018: capturados por paramilitares en Nindirí
«Cuando a nosotros nos agarran íbamos hacia Masaya. Tomamos una ruta donde nunca habían paramilitares: el camino viejo de Nindirí. Viajábamos tres en un vehículo propiedad de quien lo conducía. Escuché una ráfaga. No era una ráfaga de AK-47, y esto creo que es muy importante. Los policías y los paramilitares usan AK, pero en este caso las armas eran M-16, armas gringas que en este país solo tienen dos proveedores: un vendedor privado y los narcotraficantes. Ni siquiera el ejército ocupa M-16. Escuché la primera ráfaga, con ese sonido fuerte, muy particular del M-16. Disparó hasta que se le acabó el magazín. Uno de nosotros dijo ¡jueputa!, y yo volteé a ver atrás, donde venía la Hilux tirando. No sé cómo no acertó un solo tiro. Nos rebasaron y se nos atravesaron hasta casi chocar. El conductor no tuvo otra opción: frenó. Entonces hicieron disparos preventivos y nos apuntaron. Dijeron: Si se mueven, se mueren.»
Todos iban de negro y encapuchados, algunos camuflados. Todavía no usaban el uniforme con el que luego podrían distinguirse para no liarse a tiros entre sí o con la policía, como les ocurrió en más de una ocasión. El enfrentamiento en La Trinidad fue uno de los más sonados, no el único. Se sabe que recibieron un soplo y también que los venían rastreando con tenacidad de sabuesos.
«A nosotros nos delató el jefe de los tranques de Masaya, que fue amenazado y comprado por la policía y los paramilitares. Fue una mezcla de las dos. Le ofrecieron un buen puesto como jefe de paramilitares y le dijeron que esa organización iba a durar mucho tiempo y que no se iba a acabar después de la operación limpieza. Él era un ex cachorro: había hecho su servicio militar en los años 80. Se hizo de ese lado y nosotros, sin saberlo, le dijimos que le llevaríamos medicinas y otros recursos. Los puestos médicos estaban bastante desabastecidos porque tenían muchos heridos. Hicimos el viaje y los paramilitares nos agarraron.»
Su éxito lo debieron a una combinación del soplo y del azar, que ese día cargó los dados en su favor. El escritor argentino Ricardo Piglia asegura que «el azar, paradójicamente, está siempre del lado del orden establecido y es (junto a la delación y a la tortura) el medio principal que tienen los pesquisas para cerrar el lazo y atrapar a los que tratan de hacerse invisibles en la selva de la ciudad.»
«El jefe tenía unos cincuenta años y una barriga gigantesca. Podría reconocerlo por la barriga, porque su barriga tenía una forma muy particular. Era policía. Con el tiempo me fui dando cuenta de que el jefe de paramilitares de esa zona y el que hacía las investigaciones era el jefe de inteligencia de la policía de Masaya. A él lo mandaron a dirigir a grupos de paramilitares. Uno de sus hombres me puso el cañón de su arma en la cabeza y me dijo: no subás las manos, mantenelas sobre las piernas. Abrió la puerta, me sacó de un tirón y me tumbó.»
Estaban inermes, los tres tendidos sobre el pavimento, quizá todavía húmedo por las copiosas lluvias de ese invierno. Se dieron por muertos. El joven que hacía de conductor rezó en voz alta las que pensó serían sus últimas plegarias. Los paramilitares emitieron una sentencia extrajudicial expedita: si ustedes no llevan nada comprometedor, los vamos a dejar ir; si llevan algo malo, los vamos a matar. Con sujetos situados más allá del bien y del mal, operando en ese esquizofrénico espacio de la total ilegalidad y el absoluto respaldo estatal, no era posible discernir qué juzgaban ‘malo’.
«Nosotros habíamos escondido todo bajo el plástico que parece ser el fondo de la valijera. Como que estábamos traficando con drogas, así teníamos que andar la medicina. Era triste, pero era una realidad. Abrieron el baúl y no encontraron nada. Pero después golpearon y escucharon que no estaba hueco. Entonces quebraron y salió el líquido del alcohol. Encontraron las medicinas. Solo recuerdo que el maje dijo: Hijueputas tranqueros. Ahí empezó lo peor. Nos agarraron a culatazos en la espalda y en la cabeza: bam, bam, bam… Ajá, hijueputa tranquero, ¿dónde llevaban eso?, nos gritaban. Somos doctores, respondió uno de nosotros. ¿Doctores de qué?, ¿de los tranques?, gritó. Siguieron golpeándonos y nos quitaron los teléfonos. Al revisarlos, dijeron: Ah, sí, estos son los hijueputas de la UPOLI.»
«Estaban felices porque iban a torturarnos»
Sin perder un segundo más, los ataron con cuerdas y los lanzaron a la tina de la camioneta. Los captores debían estar un poco atarantados porque quien pidió las contraseñas de los teléfonos se hizo repetir tres veces la misma respuesta –«no tiene»-, intercalando culatazos en la nuca antes de lanzar nuevamente la misma pregunta que ya había sido respondida con veracidad. Tan programado estaba para arrancar contraseñas por la fuerza o a que las contraseñas siempre deben existir. La información en los tres celulares, llena de grupos etiquetados como ‘19 de abril’ y similares, los entretuvo un tiempo en el que saborearon con anticipo el aplauso de sus superiores. Tal vez imaginaron entonces una relajante sesión de tortura o el resto del día libre para dedicarlo –provistos de vehículo, armas, combustible e impunidad- a los atracos en residenciales que en esos días fueron tan numerosos.
Eufóricos y ebrios de triunfo, reanudaron la golpiza y le sumaron disparos al aire y al piso, que después dirigieron hacia una pequeña multitud, un grupito que se asomó para informarse y cuya potencial intervención querían truncar en sus inicios. En el camino le preguntaron al jefe qué iban a hacer con los tranqueros. Los vamos a matar pero primero los vamos a llevar al Coyotepe, fue su respuesta. El cerro del Coyotepe, ubicado en los alrededores de Masaya, el mismo que por décadas ha sido la Meca de los Boy Scouts, el escenario de sus ritos de paso, fue usado en esos días como cárcel clandestina y centro de torturas. Al recibir la noticia, los cinco paramilitares y su macho alfa aullaron con gran algarabía.
«Estaban felices porque iban a torturarnos. Literalmente contentos. Supongo que en una situación de locura, como la que ellos viven, era muy alegre ir a torturarnos y hacernos lo que quisieran hasta matarnos. Se entristecieron cuando, por un cambio de último momento, les ordenaron llevarnos a la estación. Llegando ahí vimos una doble fila gigantesca de policías y paramilitares. Era un túnel de gente. Dale, pues, chiquito –me dijeron-, por ahí van a pasar. Nos hacían avanzar a empujones, mientras nos caían golpes con todo: cascos de moto, patadas, amansabolazos… lo que les dio la gana. Lo único que uno puede hacer en ese momento, estando enchachado, es caminar lo más agachado posible para evitar algunos golpes. Todos estaban encapuchados, policías y paramilitares. Después nos pusieron de rodillas contra una pared y dijeron: Dale, pues, hagan fila. Quedé mirando a uno y me dijo: No me veás; y me estrelló la cabeza contra el muro, y quedé mareado. Después sentí el primer golpe en el homoplato. Un golpe muy fuerte, asestado con nudillera de acero. Les hicieron lo mismo a mis dos amigos. Dos más repitieron los golpes y después otro nos estrelló nuevamente la cabeza contra la pared. Otros fueron más creativos y nos golpearon en los tímpanos. Como eso marea, nos sostenían del pelo para que no nos cayéramos. Pasaron como diecisiete policías. Eso lo sentí como una eternidad, aunque solo duró como diez minutos.»
Después les pusieron las esposas con las manos atrás, y les dieron un tirón hacia arriba para dejarlas lo más ceñidas posibles, cortando la circulación y produciendo un dolor inenarrable. A partir de ese momento los separaron para debilitar los ánimos y hacerle creer a cada uno que los otros dos se habían quebrado y bridado datos incriminatorios. Lo condujeron a un pasillo, cerca de una cavidad que acaso hacía de bodega, con tres paramilitares. El policía que ahí estaba dijo: Voy a salirme porque no quiero ver. Sabía que los golpearían puños diestros. Y siniestros. Era un detective, que luego le tomó la declaración a los tres jóvenes y que, andando el tiempo, fue testigo en su juicio, donde declaró que él personalmente los había aprehendido y que les había incautado armamento. No quería ver para mejor mentir.
«…en una especie de estado de inconsciencia»
«Desde ese momento no supe qué había pasado con los otros. Se los llevaron a otros dos cuartos separados. Me golpeaban y me insultaban: Maldito tranquero, delincuente, hijueputa, de aquí no vas a salir vivo. Uno me dijo: Tenemos tu cédula ahí, vamos a ir a matar a tu mama, ya sé dónde vivís. Y era mentira, porque yo no andaba mi cédula. Yo tengo el problema de ser muy bocón y le dije: Mi mama no vive en la dirección que sale en mi cédula y no tenés mi cédula porque no estaba en mi cartera. Entonces me dieron más duro. Sos atrevidito, me dijo. Yo estaba en una especie de estado de inconsciencia. Solo sentía los empujones de los golpes, no sentía los golpes en sí. No me dolían. Sentía que algo empujaba mi cuerpo, pero no me dolían los golpes. Después sí, pero no en ese momento.
Pedro Joaquín Chamorro refiere que, en el camino al cuarto de suplicio, «todo el mundo normal que uno acaba de dejar, desaparece. Se torna pequeño, casi irreal, porque el hombre se concentra en sí mismo…» Y ya en plena sesión de tortura percibía su voz como «el eco de alguien que cada vez se distanciaba más de mi propia persona.»
«En ese momento un paramilitar abrió la puerta de un cuarto que estaba al lado y logré ver ahí dentro a uno de mis amigos. Lo tenían con un mecate amarrado en cada tobillo y un maje encima de él, sobre su espalda, haciendo presión hacia abajo para mantener fijas las rodillas, y otros dos majes guiñando de las cuerdas, y otro más golpeándolo, desgarrándole los pies y dañándole las articulaciones. Le decían: Dale, hablá, hijueputa, ¿adónde iban?, ¿en qué parte del carro tienen escondidas las armas? Y le pegaban fuerte. Yo escuchaba que él lloraba y les decía: No tenemos armas, no hay armas. No encontraron armas. Solo llevábamos medicamentos y eso no es delito, a no ser que hubieran sido del MINSA. Si ellos hubieran sido el MINSA, es otra cosa. Pero eran paramilitares, que habían hecho un secuestro. Ni siquiera era una detención. Eran terceros armados, paraestatales. Pensaban que por ser el conductor él conocía mejor el destino al que íbamos. Dejen al chavalo, les dije, él no sabe nada, venía manejando porque yo le pagué. Era mentira, pero yo lo que quería era que dejaran de pegarle. Entonces comencé a decirles a ellos: Llamá a tu jefe, el chavalo no tiene nada que ver, yo le pagué para que nos transportara esas cosas, él no sabe ni dónde iba, yo se lo iba diciendo y por eso yo viajaba de copiloto, si quieren saber algo, pregúntenme a mí.»
<<Con el propósito de extraer esa información, obligaron a que el Cap presenciara la sesión de torturas de su amigo.>>
La gran incógnita para los investigadores –que reaparecía como obsesión sobre los fondos presente en todos los interrogatorios- era de dónde habían salido los doscientos dólares que les encontraron. El dinero era una ayuda para comprar antibióticos con que aliviar la feroz infección de un herido por AK-47 que convalecía oculto en una finca. Con el propósito de extraer esa información, obligaron a que el Cap presenciara la sesión de torturas de su amigo. Se conocían desde los dieciséis años. Estudiaron juntos en la universidad y después juntos abrieron una agencia de publicidad y producción audiovisual. Juntos entraron a la lucha. Y juntos cayeron en manos de los paramilitares. Se quieren como hermanos. El Cap rompió en llanto y suplicó. Callate, le ordenaron, después es tu turno, por ahorita solo míralo.
Torturado por el jefe de los paramilitares
«En eso llegó el jefe de los paramilitares, el viejo gordo. Bueno, no gordo, sino panzón. Es diferente. Sus brazos eran fuertes, como los de una persona que en algún momento de su vida tuvo entrenamiento físico, pero ahora tenía una panza de un diámetro gigante. Llegó y dijo a los paramilitares: Miren lo que encontré en el teléfono de este hijueputa. Habían entrado a mis redes sociales y a la página de la toma de la UPOLI que nosotros administrábamos. Mostró en el teléfono videos donde salíamos nosotros convocando a la gente a levantar barricadas, a hacer manifestaciones y a cerrar las carreteras con tranques por veinticuatro horas para que el gobierno asesino y genocida y el asesino de Daniel Ortega entendieran que el pueblo no estaba de su lado. Eso es lo que decíamos en un comunicado desde la UPOLI. El jefe me dijo: Le decís asesino, dictador, genocida, mercenario al comandante; tenés huevitos, ¿verdad?»
«Pero yo no le estaba poniendo atención. Solo miraba el cuarto donde estaba mi amigo. Ordenó cerrar la puerta. Y ahí estaba yo, de rodillas, con seis malditos mirando el video donde yo les estaba ofendiendo a su seudodios. Entonces pensé: me van a despedazar vivo. Ordenó que me pusieran de pie. Me pararon agarrándome de las chachas. Eso duele como no tenés idea. Ordenó que me quitaran la camisa. Pero tengo chachas puestas. Como soy bocón, le dije: Sos estúpido, ¿cómo me vas a quitar la camisa con las chachas puestas?, eso es imposible, idiota. Y me dieron un golpe en la nuca con la culata del M-16. Ese golpe me sentó. Solo sentí que me caí. Ahí dejale la camisita, dijo el jefe, solo bajale el pantalón. Ok, dije, ya sé lo que me van a hacer, y si me vas a hacer eso, mejor pegame un balazo, porque voy a oponer resistencia y a más de uno de ustedes le voy a reventar algo, los voy a morder, los voy a desbaratar. ¿Qué creés que te vamos a hacer?, me dijo, ¿por qué tenés miedo, si sos huevoncito, sos un hombrecito?, ¿no te las tirás de machito llamando al comandante asesino? Ya te digo, repetí, si vas a hacer eso, mejor matame, pégame un balazo aquí, ya, rápido. Te voy a llevar al Coyotepe, me dijo, y allá te voy a hacer lo que yo quiera, no ahorita.»
<<Y me decía: ¿Lo estás viendo?, ¿dónde están los huevitos?, ¿sos huevoncito de verdad? Y me guiñaba para abajo los testículos. Después me los soltó y dio la orden: Dale, pateáselos. Y todos comenzaron a patearme los testículos. Me pateaban y decían, poniendo el video: Escuchate, huevoncito, ¿dónde están los huevitos?>>
«Entonces me bajaron el pantalón, pero me dejaron el bóxer. El jefe se me acercó, me agarró de los testículos y me retorció, y me guiñó para abajo y después me guiñó para un lado. Ese dolor sí lo sentí. Mi cuerpo no lo omitió, como hizo con los golpes de antes. Él sabía dónde colocar un golpe. Tenía entrenamiento. No te pegaba solo por pegar. Él sabía torturar. Sabía cómo desmoralizarte y reducirte: por los puntos en los que daba, por el miedo y la zozobra que infligía, por los tiempos de tortura y los tiempos antes de cada golpe. Por eso me tuvo con el pantalón abajo para que yo pensara que me iban a violar. Todo lo que él hacía destruía, me botaba. Te hace sentir que no sabés qué va a pasar y la incertidumbre es lo más horrible. Estando ahí lo único que deseás es morirte rápido, y es lo que yo quería. No quería que me llevaran a El Coyotepe a que me hicieran lo que quisieran. Quería que me mataran ya, rápido. Me valía madre el resto.»
«El maje me dijo: Ahorita sí me vas a demostrar que sos huevoncito, mirando otra vez el video, ¿lo estás viendo? Otro encapuchado sostenía el teléfono con el video donde nosotros salíamos llamando a la gente a levantarse. Y me decía: ¿Lo estás viendo?, ¿dónde están los huevitos?, ¿sos huevoncito de verdad? Y me guiñaba para abajo los testículos. Después me los soltó y dio la orden: Dale, pateáselos. Y todos comenzaron a patearme los testículos. Me pateaban y decían, poniendo el video: Escuchate, huevoncito, ¿dónde están los huevitos? Me patearon hasta que me caí. Siguieron pateándome con sus botas. Uno prefirió machacarme los testículos. También me pateaban en el abdomen. Y seguían pateándome los testículos. Ya no gritaba. No tenía fuerzas para gritar. Solo lloraba. Por los golpes en los testículos, me oriné y defequé. De eso me di cuenta hasta que llegué a El Chipote. Yo pensaba que me iban a violar. Pero lo que querían era castigarme. Torturarme por el puro gusto de hacerlo, sin mayor propósito.»
En la novela Margarita está linda la mar, los huevos de Rigoberto López ocupan un sitial de honor junto al cerebro de Rubén Darío. Son los máximos tesoros de Nicaragua. Torturas cebadas sobre los genitales han sido una constante en la historia de la represión en Nicaragua. Sabemos por Pedro Joaquín Chamorro que, «además del pozo y la electricidad, los Somoza usan el innoble expediente de atar los testículos de sus prisioneros con un fino mecate de manila, hacer un nudo corredizo y tirar bestial o delicadamente de él, hasta refrescar la memoria de los que no quieren hablar, o excitar la imaginación de los que no saben nada.» Chamorro reportó que «junto con Teodoro Picado, hijo, Anastasio Somoza Debayle había colgado de los testículos a Jorge Rivas Montes» y que Lázaro García «había colgado en abril de los testículos a Bayardo Ruiz.» Los paramilitares y su jefe se mostraron obsesionados con los atributos de la hombría de quien cometiera la temeridad de insultar a Ortega. Quisieron tocar y golpear –otra forma de tocar, de ponderar la potencia- los huevos del huevoncito. Tal vez sopesaban su resistencia, con fascinada y vergonzante envidia que oscilaba entre la connotación simbólica y la más inmediata significación sexual. Lo hicieron agarrando al vuelo la única ocasión en que podían tocar los testículos de otro hombre adulto sin poner su virilidad en cuestión. El más joven de los paramilitares no decía nada, pero su pasamontañas no logró cubrir su creciente estupor. Era un mudo participante en ese rito de iniciación que fue implacable como en las Maras 13 y 18, y avalado por el Estado como en las agencias de inteligencia. Un rito iniciático que tenía algo de orgiástico y mucho de sangriento.
«Súbanle el pantalón que ahí viene el comisionado»
«Habían pasado treinta minutos pateándome los testículos y el pene sin misericordia alguna. Fue horrible. Cuando alguien dijo ‘Súbanle el pantalón que ahí viene el comisionado’, me levantaron del piso a toda verga y me subieron el pantalón sin siquiera abrochármelo. Como tenía las piernas adormecidas por los golpes, no me podía mantener de pie. Me sostuvieron del pelo y de la camisa, que no me lograron quitar. Conservar esa camisa me costó una lesión permanente en el hombro izquierdo. Al ser levantado, solo miraba negro. Fue como si se me hubiera desprendido el alma del cuerpo y se hallara ida, y solo hubiera quedado ahí en el suelo un saco de mierda que pateaban a su gusto, pero que no tenía nada que ver conmigo porque yo ya no me sentía en ese lugar. Entre lo negro, miré venir a un hombre con un chaleco antibalas, acompañado de dos enormes moles, sus guardaespaldas armados de AK-47. Se me acercó, me quedó viendo y me levantó el mentón. En su chaleco miré una granada aturdidora y una granada de fragmentación. Pensé que era un militar porque la policía no anda por la calle con granadas. Después lo quedé viendo y lo reconocí inmediatamente.»
<<Ahora estaba ahí, vestido de negro, con granadas a modo de charreteras y flanqueado por dos matones. Ya no tenía los pies ligeros de mensajero, sino de plomo, como su calavera inasequible al llanto. En sus manos estaba la vida de ese joven que luchaba para derrocar a un dictador, como él había hecho cuarenta años atrás con otro tirano también inmisericorde.>>
Era el comisionado Ramón Avellán, subdirector de la Policía de Ortega. Nadie reconocería en él al adolescente que hizo de mensajero durante la insurrección de 1979. Era lindo, me dijo una de las guerrilleras que lo reclutó en aquellos días, y añadió que su padrastro zapatero era un osado colaborador del FSLN en Jinotepe y no el guardia somocista que dijeron los periódicos. Después de una oscura carrera en el Ministerio de Gobernación -unos dicen que en Bluefields, otros que en el cuerpo de bomberos-, tuvo un ascenso meteórico y le fue comisionada la represión en los departamentos de Masaya y Carazo. Alcanzó un nivel platinum de fama cuando el arrojo de los sublevados lo obligó a refugiarse del 2 al 19 de junio de 2018 en la estación policial de Masaya y desde el tranque más cercano, a través de un poderoso megáfono, los que ahí estuvieron parapetados le dedicaban una nueva canción cada día. Juntas habrían podido integrar un CD que batiría records de ventas si no fuera porque todas ya pasaron por miles de teléfonos celulares. Ahora estaba ahí, vestido de negro, con granadas a modo de charreteras y flanqueado por dos matones. Ya no tenía los pies ligeros de mensajero, sino de plomo, como su calavera inasequible al llanto. En sus manos estaba la vida de ese joven que luchaba para derrocar a un dictador, como él había hecho cuarenta años atrás con otro tirano también inmisericorde.
«Me volvió el alma al cuerpo porque entré en pánico. Me eché hacia atrás. Calmate, me dijo uno de los paramilitares, sujetándome del cuello. Y Avellán le dijo: Calmate vos, él no va a hacer nada porque tiene miedo y está enchachado. Y luego se dirigió al jefe, al panzón: Salado pescado, ni modo, no te los vas a poder llevar vos; llamamos y dicen que no, que van a proceso. El panzón me pegó un gran golpe en el esternón. Proceso significaba que íbamos a ser remitidos a un juez. Avellán me preguntó: ¿Cómo te han tratado?, ¿te están tratando bien? Ahí ya no tenía yo ganas de seguir de bocón. Ya me habían reducido y desmoralizado. Lo único que le dije fue: Me trataron como a ustedes les ordenaron que me trataran. Eso pasa, me dijo, ya conozco tus antecedentes. El sistema de inteligencia del Frente tenía dos meses de estar siguiéndonos. Desde la UPOLI nos andaban taloneando que daba miedo. Pero nos habíamos logrado camuflar, cambiar vehículos, hacer de todo para evadirlos. Teníamos mucho apoyo. Pero las personas que nos apoyaban llegaron a un colapso de miedo cuando vieron que todo se estaba derrumbando y que todos los tranques cayeron, y se fueron del país. Por eso ya no teníamos tanto apoyo. Para todo ocupábamos el mismo carro de mi amigo. Por eso nos identificaron muy rápido. En dos meses de andarnos taloneando no habían podido dar con nosotros, pero después del colapso en menos de una semana nos encontraron y nos emboscaron. Avellán continuó: Solo te voy a hacer una pregunta: ¿adónde ibas a dejar esas medicinas? Te encontraron armas, me dijo. Le respondí: Usted y yo sabemos que eso es mentira, pero si me van a acusar de eso, ¿qué puedo hacer?»
Les habían plantado armas y parque, como hicieron con otros muchos capturados, sin importarles que las circunstancias y el historial de los indiciados no prestaran verosimilitud alguna a esa versión de los hechos. Les plantaron unos magazines quemados y proyectiles oxidados. Sesenta proyectiles de AK-47 y cuatro magazines, según su conteo. Suficiente para una acusación por portación ilegal de armas, por el que se purgan seis meses de cárcel, pero muy por debajo de la cantidad aceptable para la acusación que formuló la fiscalía: tráfico ilegal de armas.
«Nosotros no llevábamos armas, le dije, pero si ustedes lo dicen, ¿quién les va a decir que no? Tenés toda la razón, ¿ves que comprendés?, me dijo, y ahora ¿cómo estás? Para qué le iba a responder a eso. Me sentía humillado, demolido, reducido. Pregunté por mis dos compañeros y me dijo que estaba bien. El chelito debe tener chimadas las rodillas porque está todo el tiempo rezando, dijo burlesco y continuó con el interrogatorio: ¿Quién es el jefe de ustedes tres? No tenemos jefe, respondí. El colochón –me dijo-… estuve platicando con él y ya vi que es un chavalito, y el otro muchacho solo está implorando a Dios, él no es, y por eso vengo donde vos, vos sí me vas a decir. ¿Qué quiere que le diga?, quise saber. ¿Tenés armas enterradas?, preguntó. No las tengo armas enterradas en ninguna parte, le dije. Yo sé que ayer trajiste dos barriles, acusó, y se los diste a un hombre que se llama Chilo Marimba. Y añadió: Es de los míos, te cuento.»
Cierto o no, es poco frecuente que la policía la facilite información veraz a su enemigo. ¿La de Avellán fue una última estocada para terminar de pisotear la moral de quien quería que se supiera traicionado? ¿O fue un soplo para castigar también a Chilo Marimba? Era poco probable. Avellán esperaba que el Cap no saldría de ahí con esa información. No saldría del túnel al que lo metieron a empellones.
«Avellán siguió: Chilo fue el que me avisó que veías para acá. ¿Qué traías en esos barriles? ¿No sabe?, dije. No, porque vos dijiste que no se los dieran a él, que se los dieran a la persona que hace la pólvora… ¿o no hiciste eso? Y es cierto, yo había hecho eso. Y es que yo prefería que menos gente supiera lo que estaba llevando. Trabajé mucho tiempo para el sistema de comunicación de los Ortega y aprendí a compartimentar información. Vos no necesitás saber todo. Solo necesitás saber que esto lo tenés que llevar a un punto A o un punto B. ¿Qué es? No importa. Y punto. Así trabajaba yo. Por eso les costó dar con nosotros. Hasta que nos quedamos sin vehículos y sin recursos, y ahí fue que nos quebraron. Yo sabía cómo trabajaba la policía y que aun andando en ese carro en algún momento nos iban a matar o a quebrar porque demasiado tiempo lo ocupamos. Pero yo tuve fe en que no pasara… y pasó, sí nos agarraron.»
«¿Qué llevabas en esos barriles?, insistió el comisionado. Entonces lo quedé viendo y le dije: Yo no llevaba ningunos barriles. Si no me decís, amenazó, te vuelvo a dejar con ellos, ¿querés estar con ellos otras horas? Dejamelo a mí, dijo el jefe de los paramilitares: Yo le saco lo que sea. No, no, dijo Avellán, ¿me vas a decir, verdad? Era clorato, insistió, para hacer morteros, para hacer pólvora. Si ya sabés, ¿para qué me preguntás?, le dije. Para confirmar nada más. Dirigiéndose al paramilitar, ordenó: Ya no lo maltratés más, andá traé a los otros y los llevás donde los tenientes y la investigadora. Se llamaba Fabiola. Todavía la recuerdo. Testificó en mi juicio y dijo que ella estaba en el retén y que cuando nos detuvieron ahí nos encontraron armamento.»
«…ahora ustedes están en manos de la institución»
«En la institución estoy hace rato»
El Cap y sus amigos habían empezado una transformación: estaban traspasando el umbral del terreno ilegal de los paramilitares para iniciar un proceso judicial. Los introdujeron en una oficina para que una teniente le tomara los datos, acto con el que se teatralizó esa metamorfosis. No solo entraron a una oficina. Al entrar ahí ingresó a la maquinaria de procesamiento judicial y penalización que el régimen había preparado para aquellos que llamaba golpistas. Pero esa escenificación de la división del trabajo era un acto de leguleya prestidigitación. Todo el tiempo estuvo en un mismo sistema que tenía un rostro público y una tenebrosa faz privada.
«Me dijo la policía: El trabajo de ellos era agarrarlos, el de nosotros es procesarlos; ahora ustedes están en manos de la institución. Entonces le aclaré: Tengo cuatro horas de estar en una institución policial, cuatro horas de estar siendo pateado y golpeado por un montón de paramilitares… en la institución estoy hace rato, y el trabajo de ellos no fue agarrarnos, su trabajo fue torturarnos y hacernos mierda. Sí, me dijo, pero aquí ya nadie te va a hacer nada, porque ahorita estás en manos de nosotros dos. Bueno, dije, ya me da igual. Porque literalmente ya me daba igual, me valía verga lo que pasara, me sentía en un punto sin retorno.»
<<En cuanto el maje salió, la muchacha le puso llave a la puerta rapidísimo. Entonces vine yo y le pregunté a la maje: ¿Por qué les tienen miedo? Callate, me dijo. Te puedo decir que los policías les tenían miedo a los paramilitares. Literalmente, les tenían miedo. Y también a la gente levantada.>>
«Nos tomaron un montón de fotos a los tres. Y después los paramilitares empezaron a golpear la puerta: bam, bam, bam… Solo estábamos con la teniente y un policía, ella sin máscara y él con una mascarilla negra de moto, y este abrió la puerta apenitas y lo empujaron. Era el jefe de los paramilitares, que gritó: Y esos hijueputas, ¿qué?, ¿están hablando?, ¿están cooperando… o entramos a desturcarlos? Cálmense, dijo la muchacha, nosotros estamos hablando con ellos. Dale, dijo el jefe, pasame al gordo, voy a hacer que hable ese hijueputa. En cuanto el maje salió, la muchacha le puso llave a la puerta rapidísimo. Entonces vine yo y le pregunté a la maje: ¿Por qué les tienen miedo? Callate, me dijo. Te puedo decir que los policías les tenían miedo a los paramilitares. Literalmente, les tenían miedo. Y también a la gente levantada.»
«La investigadora comenzó a escribir en la computadora el acta de captura. Y vine yo y le dije: Mirá, muchacha, si me ayudás a irme yo te cruzo la frontera con toda tu familia. Vámonos, insistí, esa puerta solo tiene un mecate mal amarrado y va a dar a unas casas, y afuera yo estoy escuchando que la gente está tirando morteros y vienen hacía acá para armarles el desturque. Salgamos, insistí: Esa gente nos va a ayudar, nos puede llevar por puntos ciegos con tu familia, y yo tengo contactos con la CPDH [Comisión Permanente de Derechos Humanos] y gente de Costa Rica que te va a ayudar. Vámonos, Fabiola, le dije su nombre que ella tenía cosido al uniforme. Y ella solo me quedó viendo con ojos llorosos. Se quedó titubeante. No puedo, me dijo, no puedo, no puedo. Se levantó y llamó al teniente. Él entró y volvieron a enllavar con el candado de la perilla y con el pasador.»
<<Yo iba con la cabeza en el suelo, pensando ¿dónde voy?, ¿será que nos llevan a El Coyotepe? Les pregunté. Callate, me gritaron. Decime solo dónde nos llevan, tengo derecho a saberlo, les dije. Y él: No tenés derecho a ni verga.>>
«Él le dijo: Hay que trasladarlos a El Chipote ya, porque viene el desturque, viene el turcazo de tranqueros. Cuando se dio cuenta que nos tenían ahí, la gente se levantó y algunos comenzaron a tirar morterazos contra la estación, y estaba llegando el cachimbo de gente para hacer el despelote y sacarnos. Me montaron como chancho a la tina de una patrulla, junto a dos moles con pasamontañas. A esos policías sí les dieron purina porque eran enormes y estaban en forma, muy en forma. Yo, que soy alto, a uno le llegaba al hombro. De fijo que eran Tapir o de la Dirección de Operaciones Especiales. Eran policías de verdad. A mis amigos los metieron en la parte de adelante y los encapucharon. Yo iba con la cabeza en el suelo, pensando ¿dónde voy?, ¿será que nos llevan a El Coyotepe? Les pregunté. Callate, me gritaron. Decime solo dónde nos llevan, tengo derecho a saberlo, les dije. Y él: No tenés derecho a ni verga. Entonces levanté la cabeza y logré ver que decía Plaza Veracruz, y me dieron un golpe para asentarme la cabeza, y aun así mi corazón se tranquilizó un poco porque no íbamos hacia El Coyotepe. Pero me puse a pensar que iba a El Chipote, que es otro centro de torturas. Ahí sí se van a dar gusto, pensé, todavía más de lo que ya se dieron.»
Quizá sus sentimientos fueron los que el escritor Vasili Grossman registró como propios de los muchos deportados por el régimen soviético durante su viaje: «En el vagón ya no hay aturdimiento, ni tampoco el desmemoriado cansancio de los campos; hay solo un corazón que sangra.»