Un país lleno de fantasmas
Erick Aguirre
Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.
Después de una intensa visita a Nicaragua en julio de 1986, el escritor Salman Rushdie escribió un breve libro, una crónica que publicó bajo el título de La sonrisa del jaguar -Un viaje a Nicaragua- (1987). Lo encontré traducido al español por la poeta Claribel Alegría y editado en Managua por la Editorial Vanguardia en 1989.
Cuando empecé a leerlo me di cuenta cómo el encuentro con nuestro país llegó a impactar al escritor. Hay un momento en que Rushdie confiesa su falta de interés, al inicio, por escribir algo sobre aquella visita. Pero al final no tuvo mas remedio, y lo hizo porque, según dijo, llegó a Nicaragua en un momento crucial y revelador: el momento de la revolución.
Pero ese momento no era, según él mismo confiesa, ni un principio ni un fin, sino un punto intermedio, un tiempo que tanto él como muchos nicaragüenses sentíamos muy próximo a lo que creíamos “el eje de la historia”; un tiempo en el que todas las cosas, todos los futuros posibles estaban todavía en la balanza.
Pese a que en ese tiempo muchos ya manifestábamos abiertamente un sentimiento de fraude y frustración, a Rushdie no le parecía, como al comienzo lo había temido, que aquel fuese un tiempo sin esperanza. Es verdad que era un tiempo de guerra y de muerte, pero el escritor acertaba al sentir que también era una época de búsquedas y de mucha fe en el futuro.
Así fue como uno de los párrafos del libro llamó especialmente mi atención y me hizo detener de pronto la lectura. Es cuando el escritor reconoce que, para entender a los vivos en Nicaragua, es necesario empezar por los muertos: “El país entero –dice– está lleno de fantasmas”.
Pocos años después, en 1990, cuando Daniel Ortega perdió el gobierno en elecciones, mi amigo el escritor Manuel Martínez publicó un libro titulado Jugadas de la vida -Quitarse las máscaras-. Antes de publicarlo me pidió un breve prólogo y acepté con gusto escribirlo.
Era un volumen de crónicas y testimonios que agrupados constituian una especie de memorial de la vida y de la muerte en la Nicaragua de entonces; una dolorosa y nostálgica evocación de los muertos y de muchos otros hombres y mujeres que continuaban vivos y habían consagrado sus vidas a ser protagonistas en los acontecimientos históricos que trajo consigo aquella época.
Fue en un momento de tensiones y ásperos desencuentros sociales en medio del inicio de un largo y tortuoso proceso de transición en Nicaragua. Recuerdo que cuando Manuel me pedía aquel prólogo me decía estar plenamente convencido de algo que él consideraba la constante permanencia del pasado. “Si se habla de que el pasado revive –me dijo– es porque en realidad nunca cesa, a diario se hace presente en la memoria, o en una esquina, como un destino incierto pero latente e incesante”.
Yo pensé que tal vez los gajes naturales del oficio literario lo habían llevado irremediablemente a aquella conclusión, pues entiendo que todo narrador acude a la estrategia de interpretar el presente a través de la invocación relativa del pasado.
Pero generalmente eso nos lleva a frecuentes desacuerdos respecto a los puntos de confluencia o de complicación entre ambos tiempos. Para mí es claro que todo intento narrativo de esa índole se sostiene en la incertidumbre acerca de la certeza del pasado, o mas bien acerca de si ese pasado continúa vivo y ahora es parte del presente.
El hecho es que las palabras de Manuel me dejaron abatido por un tiempo. De pronto me había percatado de que, aunque las cosas en Nicaragua habían cambiado tanto en tan poco tiempo, el claro sentido que tuvo en su momento la ofrenda de los muertos permanecía, y aún permanece –creo yo–, inalterable. En lo que a ellos respecta ni las paradojas ni los aparentes sinsentidos de la historia y sus profetas tienen importancia.
“Solo quienes quedaron vivos –me dijo Manuel– pueden reconocerse a ellos mismos ahora”. Y yo al principio dudé, pero al enfrentarme a mí mismo aquella noche, al tratar de entender quién era ese que me miraba al otro lado del espejo, un escalofrío recorrió mi espalda. Entonces comprendí las dimensiones de la deuda que tenemos, quienes aún estamos vivos, con los muertos.
Porque esa
aparente ausencia de los muertos, o mas bien su permanente presencia, después
de todo no anula el hecho ineludible de su contundente beligerancia sobre
nuestros actos. Ellos (su memoria, la ofrenda eterna de sus vidas) se encargan
de juzgar y vigilar nuestras acciones, ante las cuales solo nosotros, quienes
sobrevivimos, podemos reconocernos.
Cuando recuerdo las palabras de Manuel pienso que en ese momento intentaba
transmitirme su más profundo deseo al escribir el libro: impedir que el
recuerdo de los mejores hombres (los que dieron su vida), se perdiera en los
puntos ciegos de nuestra memoria. Esa fue su catarsis como sobreviviente.
Pero sospecho (aunque Manuel no llegó a confesarlo) que en su deseo también estaba la idea de que los muertos siguen y seguirán pesando sobre los vivos, y que ambas figuraciones evidencian la vaguedad, la ligereza y la imprecisión de los límites entre la vida y la muerte; entre el pasado y el presente; entre la Historia y la vida.
Por eso la observación de Salman Rushdie respecto a que somos un pueblo de fantasmas resulta para mí tan certera. Durante su viaje a Nicaragua el escritor llegó incluso a preguntarse si esos fantasmas permitirían a los vivos hacer las pertinentes distinciones entre la prédica política y el comportamiento ético de sus líderes; de sus élites.
Aunque Rushdie diga en su libro que lo más impresionante de su visita a Nicaragua fue para él la constante invocación a los muertos en las alocuciones de los líderes, su fervorosa devoción por “los héroes y mártires”; yo pienso que eso mas bien solo era el ingrediente necesario de un discurso demagógico. Ejercicios retóricos sin correlatos efectivos.
Así fue y ha sido siempre. Se olvidan de hablar con los muertos, se niegan a escuchar sus fantasmagóricas voces resecas como el rumor de las hojas marchitas.