A propósito de la «Inteligencia artificial» y el plagio de la canción «Volá, zanatilla», de Carlos Mejía Godoy

El poeta mexicano José Emilio Pacheco (1939 – 2014) solía decir que Internet es, al mismo tiempo, «la cámara de los horrores y El retablo de las maravillas». Lejos de demonizar lo que ha llegado para quedarse y se ha implantado como rayo de luz o sombra que nos acecha, lo mejor es analizarlo como fenómeno. 

Se trata de la «Inteligencia artificial», término contradictorio pues un invento que tiene límites y se alimenta de lo que flota en el ciberespacio sin capacidad de crear de la nada no puede ser inteligente. 

El nacimiento de la expresión artística sucede en el alma, la cavidad donde, de acuerdo con la etimología griega, se emite el aliento y surge la vida. 

Como los griegos, los romanos se compararon con los dioses y por eso aseguraban que el acto artístico equivalía a crear (creare en latín), que significa engendrar, tener hijos, dar vida. La «Inteligencia artificial» no crea sino que «recrea», es decir, reproduce. Lo que de cierto tiene su nombre es que es, en verdad, artificial, pues carece de imaginación. 

 ¿Puede esta «inteligencia» insuflarle un propósito a cada día, una esperanza, un aroma, un color, un deseo, dibujar una auténtica lágrima o una socarrona sonrisa? La respuesta quizás provoque decepción. Una «inteligencia» que no asiste en el tránsito de la vida, con sus dolores, tristezas y alegrías, y que tampoco le cede el paso a la imaginación, el mayor tesoro del hombre, sirve de poco.

Un día cualquiera encendemos el computador o el teléfono celular. De pronto, en un poderoso aliado llamado YouTube, encontramos una canción del compositor nicaragüense Carlos Mejía Godoy (1943) dedicada a la Miss Universo 2023, Sheynnis Palacios (2000). Inmediatamente pulsamos el botón.

La alegría y la esperanza se derrumban. La canción no es bella; es un bodrio, un muladar. No está en métrica de seis por ocho, insignia del Son Nica, y tampoco muestra una bella curvatura melódica, es decir, una linda tonada. Más bien es un remedo de tango en el que, para espanto de la lengua (como si su porqueriza musical no fuera suficiente), el verbo «volar» es jugado como «vola» -palabra inexistente en español- y no «volá», la manera como los nicaragüenses conjugamos en el singular de la segunda persona. 

Un doctor Frankenstein ha manoseado la composición original, «Volá, zanatilla», mediante la «Inteligencia artificial». La fealdad y la maldad humana han hecho acto de presencia. Es un plagio.

A finales del siglo XVIII y durante todo el XIX, Occidente apostó por la Revolución Industrial, iniciada en Inglaterra, que trajo consigo los telares mecánicos, el barco de vapor, la cámara fotográfica, el telégrafo, el automóvil Ford Modelo T producido por el empresario estadounidense Henry Ford (1863 – 1947), y tantos otros avances.

Pero un día gris del año 1915, tan gris como el día en que ese anónimo Frankenstein del siglo XXI le pidió a la «Inteligencia artificial» imitar la composición de Carlos Mejía Godoy, nació Little Willie, el primer tanque de guerra inventado por el ejército británico y utilizado en la Primera Guerra Mundial (1914 – 1918). 

Little Willie habría de reproducirse, como son tristemente reproducidos todos los días poemas y canciones mediante la «Inteligencia artificial», para matar a más de cien millones de personas en los dos conflictos mundiales. Y sigue matando a soldados e inocentes ya que crear guerras y diseminar el odio se ha vuelto un oficio. Miles de Frankensteins alrededor del mundo reproducen a Little Willie y lo hacen andar.

La rama de olivo que un día le anunció a Noé la cercanía de una nueva tierra luego del diluvio universal fue falsificada por un olivo de acero. Hoy ese olivo flota en el ciberespacio produciéndonos terror cada vez que, con un golpe de tecla, el invento se nos sale de las manos, como se nos escapan todos los inventos cuando la ética es puesta a un lado o es tomada a la ligera.

El periodista estadounidense, Sydney J. Harris (1917 – 1986), lo resumió así: «El verdadero peligro no es que las computadoras comenzarán a pensar como los hombres, sino que los hombres comenzarán a pensar como las computadoras».

Roberto Carlos Pérez
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