La dictadura: gran capital de ira y odio

Tony Montana
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«¿Cuántos hijos de los Chamorro, los Barrios, los Aguerri y los Healy están presos, muertos o en las cárceles? Es claro. Ya se tienen los perfiles sociales de quienes ponen los muertos, presos y mártires: los más vulnerables, mujeres y hombres de las clases populares, los mismos de siempre. Romantizar, naturalizar o manipular dicha situación es un acto de suma perversidad. El martirio solo puede nacer en una cultura de tipo funerario y cristiano que enaltece el dolor y el sufrimiento como actos necesarios para la regeneración social».

El odio en política también puede ser visto como un amor radicalizado que nace desde el interior pero que siempre se desarrolla, como una sanguijuela, a costillas de un externo. Un amor invertido desde la pulsión de Thánatos (muerte) que asume un grupo o un individuo contra un ellos, un otro o un él. Es una fuente o motor para la protección, la expansión y el desarrollo de la vida expresada como una fuerza vital. Es algo sublime y grotesco. 

Ataúd cubierto con bandera de Nicaragua. Foto de Evelyn Flores
Foto: Evelyn Flores

En el caso de Nicaragua, el odio hacia el dictador y su pareja es un amor del nosotros, es decir, un amor abstracto, precario y de significantes. Por ejemplo, un amor hacia la patria y los derechos humanos. O, en concreto, un amor hacia los presos políticos, hacia los muertos, hacia los periodistas y hacia las madres de los asesinados. 

Es algo alucinatorio lo que ocurre en Nicaragua. Se trata de una mezcla de comunitarismo premoderno con individualismo contemporáneo. 

Puesto que el terrorismo de Estado es una amenaza para cualquier individuo o tejido comunitario, este amor invertido —como lo he llamado— es una pulsión que busca constituirnos a costillas de lo externo. Es una figura inconsciente que nace como producto de la condensación de todos los vicios, de todo nuestro dolor y sufrimiento, de toda nuestra rabia, miedo y desesperación contra el sistema político actual.

El odio, por tanto, es una condición básica para la constitución de novedosas identidades y acciones colectivas. Ninguna regeneración política es concebible sin que sea el resultado de las batallas o contiendas contra la otredad. Ello es una lucha a muerte, en el sentido político e identitario. 

Desde este punto de vista, el odio, además, es un sentimiento perdurable y sólido que promueve el compromiso, la acción y la creación, convierte a los individuos en nuevos sujetos, en el sentido althusseriano. Nadie quiere al orteguismo como otredad. Al mismo tiempo, ¿quién desea a asesinos, criminales y violadores como oposición? Anhelamos la destrucción y el desequilibrio de esa otredad obscena y maldita que conocemos como «régimen orteguista», entiéndase Ejército, Policía, entre otros, además del gran capital.

Pero si esa pulsión no se convierte en un proyecto de transformación, en el sentido programático y democrático, servirá para crear representatividades que recrearán el sistema de dominación y mercantilización que pervierte la vida en mero instrumento de reproducción del capital. 

En el regular de los casos, cuando la dictadura caiga —porque caerá—, los muertos, las consignas y los símbolos de la Crisis de Abril terminarán en memes, gifts y mercancías de tienda de algún centro comercial o película en Netflix. En el peor, tanto odio hacia la «izquierda», culpa del orteguismo y sus esbirros, servirá para crear neofascismos o capitalismos autoritarios conservadores, esta vez de derechas, como en los casos del Brasil de Bolsonaro, del Ecuador de Lenin Moreno o del Chile de Sebastián Piñera. Continuaremos, para no ser tan dramáticos, en el neoliberalismo tecnocrático y en el capitalismo de compadres al que estamos acostumbrados.

Hay que recordar que para el gran capital es rentable un régimen de las «diferencias» que les otorgue estabilidad y garantías civiles y políticas a las diversas y variadas mercancías que compiten y circulan en el mercado. En este sentido, los ciudadanos, en el capitalismo tardío, son mercancías distintas y complejas: fuerzas de trabajo, juventud, inteligencia, preferencias y tendencias; es decir, una vasta red de materias primas que sirven para la reproducción del ciclo «D-M-D» —D: dinero, M: mercancía— del capital dentro del mercado global.

Por tanto, debemos hacernos preguntas de importancia. Por ejemplo, ¿cuánto cuesta la educación de un joven que en el futuro será una mano de obra, un supervisor o un consumidor calificado? ¿Cuál es el costo para el gran capital en un régimen que puede expoliar y hacer desaparecer sus inversiones? ¿Qué futuro tiene el gran capital con un sistema político que genera desempleo, bajo consumo y poca productividad?

De ahí que el capital y su reproducción sean incompatibles a largo plazo con un régimen autoritario que no genera las mínimas garantías de crecimiento, desarrollo y expansión en lo que respecta a su dominación. De ahí que una salida abrupta no sería lo más conveniente. De ahí que el gran capital ha logrado imponer su agenda en los movimientos sociales. De ahí que han muerto asesinadas por la dictadura cientos de personas, en el ejercicio de sus libertades.

Sumado a ello, lo único que conoce el gran capital es rentabilidad y ganancias, no seres humanos. ¿Cuántos hijos de los Chamorro, los Barrios, los Aguerri y los Hill están presos, muertos o en las cárceles? Es claro. Ya se tienen los perfiles sociales de quienes ponen los muertos, presos y mártires: los más vulnerables, mujeres y hombres de las clases populares, los mismos de siempre. Romantizar, naturalizar o manipular dicha situación es un acto de suma perversidad. El martirio solo puede nacer en una cultura de tipo funerario y cristiano que enaltece el dolor y el sufrimiento como actos necesarios para la regeneración social.

¿En qué radica nuestro predicamento? En la precaria cultura democrática y provinciana, la cual tiende a olvidar mucho y recordar poco. Luego se manifiesta extrañeza de que volvamos a repetir algo que creíamos superado. La sociedad se encuentra en una disyuntiva: el monstruo que ella misma creó la puede devorar o la sociedad per se terminará destruyendo ese fantasma. 

Las aspiraciones de muchos nicaragüenses —no de todos, ni siquiera de la mayoría— muestran síntomas inequívocos de una incipiente cultura democrática: una justicia independiente, la división de poderes, un Estado que respete los derechos humanos. Son cuestiones mínimas para la creación de un Estado moderno que el sandinismo, que se encuentra en bancarrota política, ha despreciado por más de medio siglo.

En este marco, la cultura política basada en el caciquismo, el amiguismo y el pensamiento mágico no puede generar liderazgos demócratas. En la Nicaragua pos-Ortega se hará necesario democratizar el poder, y cuando se habla de ello es en el sentido extenso: se debe ir a la raíz del asunto. Nos referimos a la sociedad civil, pues hay asociaciones, universidades, profesionales, empresas e iglesias que el caciquismo, el amiguismo y la censura retratan perfectamente como los «orteguistas sin Ortega». 

Tales son los casos de la Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB), la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia (ACJD), la Articulación de Movimientos Sociales, organismos no gubernamentales, partidos políticos y otros. 

Durante algún tiempo muchos de los integrantes de aquellos espacios se beneficiaron de las mieles del régimen. Muchos conservan —aún— formas y expresiones de organizaciones autoritarias, en muchas de las cuales los trabajadores, por lo demás, temen expresarse libremente porque pueden ser despedidos. También ahí los cargos y puestos se eligen por medio de amistades. La raza, la clase y el género no han dejado de ser criterios para las decisiones que quedan a discreción de los «jefes». 

Democratizar la sociedad civil implicará, entonces, una radicalización de la democracia (educación de calidad, salud gratuita, libertad de asociación y manifestación sindical, por ejemplo). En otras palabras, una ampliación de la crítica, de la disidencia, del respeto a los derechos civiles y políticos en cada empresa, en cada iglesia, familia o etnia. 

Una sujeción de los individuos a la ley, una sociedad donde prevalezca el mérito al amiguismo, el profesionalismo a la lealtad. Una multiplicación de los partidos políticos, de las organizaciones, y una renovación constante de los administradores públicos. 

Esa es la Nicaragua que soñamos, una Nicaragua con una democracia radical, en cuyo seno se hará desaparecer el miedo como operador político en cada uno de los tejidos capilares del poder, y que deberá establecer las condiciones para originar ciudadanos libres, pensantes y antiautoritarios.