Arte, libertad y memoria: nuestra lucha.

Pío Martínez
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Dicen que una imagen expresa más que mil palabras y esta historia nuestra tenemos que contarla, transmitirla de modo que se clave en la memoria de la gente.

La tarde del domingo 30 de mayo, en un día radiante como la ciudad no había visto en mucho tiempo, en la Beursplein, una plaza muy conocida y concurrida de Ámsterdam, en los Países Bajos, se presentó el estreno de la performance «Justicia: mis hijos», del conocido autor, director y actor de teatro Mick Sarria. El elenco lo conformaban artistas de Subverso, un colectivo multidisciplinario internacional de exilados y artistas solidarios de Nicaragua, México y los Países Bajos. La música estuvo a cargo de un grupo de músicos de la Haarlems Straatorkest. Como anunciaba la invitación, la performance estuvo dedicada “a todas las madres que tienen que llorar a sus hijos por culpa de la violencia del estado”. El público lo componían en su mayoría nicaragüenses y holandeses y alguno que otro turista internacional que en estos días no son muchos por causa de la pandemia.

Cuenta Sarria que la obra, basada libremente en Antígona, una Tragedia de Sófocles, se inspiró en el drama de las Madres de Abril, pues ellas, como Antígona, buscan y no consiguen encontrar justicia para sus hijos, y enfrentan con uñas y dientes al poder que las ataca y persigue con la intención de silenciarlas. Son mujeres cuya decisión y valentía se alimenta del recuerdo de sus hijos y de la urgencia de obtener justicia para ellos, de encontrar castigo para los culpables de sus muertes. Su dolor les provee la energía que las mueve.

Nuestras Antígonas van por el mundo contando a quien quiera oírlas, denunciando ante organismos de derechos humanos, ante organizaciones y gobiernos, no solo el drama personal, sino también la tragedia indecible de un país que ha retrocedido a la barbarie de los tiempos primigenios, que ha abatido hasta sus cimientos la justicia y la razón. Ellas no desfallecen en su empeño. La dictadura les arrebató a sus hijos, carnes de sus carnes y en ese acto macabro y doloroso ellas perdieron todo temor. Ellas saben bien que la dictadura les teme, que no hay ningún otro grupo que le infunda más miedo que ese grupo de mujeres de frágiles cuerpos y voluntades de acero, que desafían al poder y que prefieren la muerte antes que doblar la cerviz ante el tirano.

La performance es un homenaje a las madres en su día, a las madres de los asesinados, de los exilados, de los presos políticos, de todas las madres que sufren en carne propia la indescriptible crueldad de la dictadura.

¡Y vaya que fue aquél un homenaje inigualable!

La obra cuenta la historia que los nicaragüenses conocemos, de una dictadura que se mantiene en el poder a cualquier costo, aplastando y pasando por encima de quien le ofrezca hasta la más pequeña resistencia pues el dictador no puede abandonar el poder, no puede dejar que se escape de sus manos porque la pérdida del poder es, a sus ojos, lo mismo que la muerte.

Las escenas nos dejan ver como la dictadura deshumaniza a los ciudadanos, los convierte en objetos que pueden ser y son destruidos a voluntad. Nos recuerdan cómo la nuestra es una danza con la muerte y cómo ella nos ronda y se acerca a nosotros lentamente hasta que un día inexorablemente llega a cada uno, al dictador incluido.

Hay un desfile de personajes que la hábil puesta en escena nos ayuda a identificar. Los curas, los funcionarios internacionales de saco y corbata, embajadores, en fin, la obra es como la vida misma, muy rica en personajes.

Diferentes épocas y momentos se entrelazan perfectamente. Nuestra historia pasa frente a nuestros ojos y el tiempo presente se funde con tiempos pasados, y uno no siente el paso del tiempo porque hay tanto que ver, tanto que pensar, tanta idea para digerir, tanto para sentir que aunque todo en la performance ocurre pausadamente, tu mente y tu espíritu van moviéndose a gran velocidad, conmovidos, fascinados.

Las imágenes que desfilan frente a nuestros ojos son poderosas, potentes, impactantes, es imposible sustraerse a ellas, a las escenas cargadas de simbolismo. No puede uno dejar de mirarlas, no puede permanecer impasible y multitud de recuerdos se te vienen a la cabeza, recuerdos de tu gente, de aquellos que han ido quedando por el camino en esta lucha nuestra de siglos por alcanzar la paz, la justicia, la democracia, por ascender a un modo equilibrado y civilizado de entendernos unos y otros, de relacionarnos de una manera en la que no hay vencedores y vencidos, opresores y oprimidos, en la que todos somos ciudadanos de una misma categoría.

Como si se tratara de una pintura detallista la obra es de una enorme riqueza visual, que nos transmite muchas ideas y sensaciones sin que los actores digan ni una sola palabra, con esa maravillosa manera que tiene el arte de conectarse con los espectadores y entrar en sus cerebros y tocar sus espíritus. Hay una imagen, entre otras, que me estremeció violentamente, y es la de las trescientas veintiocho velas que se encienden al principio y luego van consumiéndose, apagándose. Son una remembranza y un homenaje a los trescientos veintiocho asesinados por la dictadura en las primeras semanas de la rebelión de abril del 2018. Son trescientos veintiocho nada más porque la dictadura expulsó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que llevaba la cuenta, y los muertos dejaron muy temprano de contarse, aunque siguieron cayendo todavía. Las velas hacen en la obra un corto viaje —como breve fue la vida de los asesinados— que empieza a los lados del escenario y termina en su centro y son a mi parecer como una ofrenda, como un sacrificio humano exigido por un dios pequeñito, maligno y vengativo, y la bestia, la dictadura, observa inconmovible las muertes que ha provocado. No mueve ni un músculo porque seguramente se piensa merecedora de ese sacrificio y con todo el derecho de segar aquellas preciosas vidas. Cuando uno ve el espacio que aquellas trescientas veintiocho pequeñitas velas ocupan y las piensa como las vidas que fueron arrancadas, entiende que es una suma pavorosa, que es un crimen demasiado grande y que es imperdonable.

La performance se cierra con un trabajo de las poetas Madeline Mendieta y Esthela Calderón. Son las únicas palabras que se escuchan en la obra. Es un bello poema, de una enorme fuerza expresiva y hermosamente declamado, que nos trae, desde otra perspectiva, a la espantosa realidad de lo que hemos observado esta tarde y se vive cada día, cada hora, en nuestro adolorido país. En sus últimos versos el poema nos deja asomarnos, como por una rendija, al amor, que es, pienso, el último refugio que nos queda entre todo ese horror.

Al poema sigue aún una última interpretación de la banda, que ha hecho un trabajo fantástico esta tarde acompañando la obra con melodías que la complementan de manera excelente. No voy a decirle qué melodía suena, por si usted alguna vez mira la performance, solo voy a contarle que aquella canción me estremeció al recordarme que llevamos siglos dando vueltas en círculos, regresando cada cierto tiempo al mismo lugar, a empezar de nuevo el odioso interminable viaje de nuestra desesperanza.

Al final de la presentación una holandesa desconocida de mediana edad, que me ha identificado como latino, se me acerca desde atrás, pone su mano en mi hombro como para reconfortarme, como para a través de ese contacto conectarse físicamente con el relato que ha visto desplegarse frente a sus ojos y me dice con los ojos húmedos “indrukwekkend” (impresionante) y me sonríe en señal de solidaridad, antes de irse. Uno de los músicos, un hombre canoso y fornido viene y me pregunta quiénes son los que aparecen en las fotos y si están muertos, y yo le cuento la historia de Alvarito, le cuento cómo murió y él mueve la cabeza de un lado a otro, tratando quizás de procesar lo que le digo, de entenderlo. No dice nada más, no sabe qué decir, pero no hay necesidad de muchas palabras para transmitir los sentimientos, ya nos lo acaba de demostrar la obra observada.

Más tarde, en el tren que me lleva de regreso a la ciudad en que vivo voy reflexionando sobre lo que he visto aquel día y pensando en el poder que acciones como esta tienen para conmover a la gente. Hemos hecho muchos actos de protesta en estos tres años transcurridos desde la insurrección de abril, hemos hablado con la gente, hemos gritado consignas y hemos discurseado, pero creo que nunca vi en ninguna de aquellas protestas los rostros conmovidos de la manera en que los he visto hoy. Nunca vi los ojos húmedos de los espectadores como los vi hoy, mostrando que entendían lo que se quería comunicar y que lo que veían les tocaba en su humanidad y les movía a la solidaridad. Pienso que en este nuestro movimiento descoordinado para rescatar el pequeño país nuestro debemos dar al arte el lugar dominante que siempre ha tenido en movimientos que han intentado cambiar las sociedades. Dicen que una imagen expresa más que mil palabras y esta historia nuestra tenemos que contarla, transmitirla de modo que se clave en la memoria de la gente. Nada mejor para ello que un trabajo como el que hemos presenciado hoy.