¿De qué se sorprenden? [Los comentarios del Agregado Militar de EEUU en Nicaragua]

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

Artículos de Francisco Larios

En lo que se refiere al gobierno de Estados Unidos, no hay ninguna ambigüedad moral o política: pudieron despejar el camino hacia una transición post-Ortega, y no lo hicieron, no porque gusten de Ortega, o compartan sus “valores”, sino porque es lo que el manual dicta. No cambiarán de postura a menos que la realidad queme el manual. Y ese fuego solo puede provenir de un lugar: de Nicaragua; del pueblo de Nicaragua.

Circulan incesantemente las palabras del Agregado Militar de EEUU, tras aparecer en público junto a militares centroamericanos, entre ellos el General Avilés, a quien la astucia orteguista hizo asesinar y resucitar en cuestión de días, durante los cuales mantuvo a las redes sociales nicas en estado de hiperventilación asfixiante.  El príncipe, diría Maquiavelo, tiene siempre razones para agitar las aguas de tal manera; uno no puede estar seguro de si lo hizo para ver si alguna rata saltaba del barco, o para entretener a la oposición nicaragüense y evitar que concentrara su atención en menesteres más urgentes, pero más peligrosos para el régimen.

¿Y qué dijo el Agregado para provocar tal revuelo? Según reportan fuentes noticiosas, el Teniente Coronel Róger Antonio Carvajal Santamaría se dijo satisfecho por la “buena salud” del jefe del Ejército de Nicaragua, institución pilar del “crecimiento” y “estabilidad” del país. Y añadió: “Nosotros esperamos trabajar con las fuerzas armadas de Nicaragua, en las áreas que usted indicó, ese ha sido el mensaje que yo he dado, que he hablado con mis superiores…y espero seguir en esa ruta.

¿Hay razón para sorprenderse? Ninguna. Quien reaccione con sobresalto y conmoción ante las declaraciones de Carvajal necesita revisar sus expectativas y supuestos acerca de lo posible, de la realidad, de qué puede esperarse de gobiernos extranjeros en la crisis, de qué puede esperarse de Estados Unidos, y –sobre todo—de qué debe hacerse para que Nicaragua salga de la pesadilla dictatorial y se enrumbe a democracia.

En primer lugar, hay que repetirlo: el problema de Nicaragua es de raíz nicaragüense, y su solución es, forzosamente, del mismo origen. Desafortunadamente, en la cultura política nicaragüense hay una tradición que atrae miseria y mal: se busca en cada crisis la cooperación cómplice de poderes foráneos (casi siempre Estados Unidos, hasta que irrumpió en nuestra realidad tropical la lejana Rusia). Es una dependencia maligna, y no debería haber necesidad de explicar por qué, ni explicar su historia, viendo como vemos la acumulación trágica de sus consecuencias. Pero las élites políticas, y todos aquellos que buscan pasar de lacayo a señor en medio de la miseria osificada y estratificada de la sociedad nicaragüense, repiten una y otra vez el mismo patrón: van de mendigos a pedir la ayuda extranjera, de frente a “los señores”— la frase la escuché la semana pasada de un ex-Jefe de la Contra–y de espaldas a sus conciudadanos.  También escuché, en días recientes, y en un foro organizado en Estados Unidos, el patético corolario de su “estrategia” política: “ya los nicaragüenses hicimos lo que pudimos”, clamó el “líder” opositor, “ahora le toca a la comunidad internacional”.  Este tipo de liderazgo es el que deshizo, trágicamente, la ventaja que la ciudadanía había hecho surgir en las calles de Nicaragua. Patéticos, incompetentes, capaces apenas de lloriqueos que nunca, bajo ninguna circunstancia, en ningún momento de la historia, frente a ningún autócrata, lograrán más que atrasar la durísima y dolorosa lucha que aguarda a un pueblo que quiera libertad.

Lo segundo que hay que entender es esto: los países ordenados institucionalmente, especialmente si son poderosos, tienen política de Estado, a la manera de un manual de operaciones que permite a sus burocracias responder de forma más o menos automática a las ocurrencias que emergen en la rutina, con frecuencia conflictiva, de sus relaciones internacionales.  Las políticas de Estado cambian, es cierto, pero los cambios solo se dan si el poder considera necesario introducirlos, ante situaciones cambiantes que sean vistas como potencialmente costosas. De lo contrario, los segundos y terceros, y cuartos niveles de la administración de turno aplican la regla establecida, sujetos siempre a vetos y modificaciones parciales inducidos por los vientos políticos del momento. Es decir, “business as usual”, como reza una expresión favorita de ejecutivos públicos y privados del mundo anglosajón.  “Business as usual” es, por ejemplo, que el gobierno de Estados Unidos adopte acuerdos parciales con sus adversarios y enemigos, independientemente de que tengan con ellos conflictos irresolutos.  Lo hacen con China, lo hacen con Rusia, lo hacen incluso con el Talibán. Lo hacen, no por China, ni por Rusia, ni por Afganistán. Lo hacen cuando entienden de esa manera proteger sus intereses.

Lo han hecho y continúan haciéndolo, por supuesto, con Nicaragua, un país que –seamos inteligentes, entendamos—cualquier Presidente de Estados Unidos prefiere obviar (si es que sabe de su existencia), dada su casi total irrelevancia para todos los aspectos de la vida del país del cuál es responsable. De tal manera que, por política de Estado, la diplomacia estadounidense no es la vanguardia democrática que nuestros desastrosos políticos parecen asumir. La diplomacia estadounidense es guardiana de los intereses de Estados Unidos primero, segundo, y tercero; y quizás, en cuarto o quinto lugar, reflejo de la cultura y valores liberales-democráticos que fundaron la república estadounidense. Es lo racional: el mundo no es una democracia, ni es liberal, sino un mar de hostilidades e intereses que cada quien defiende como puede. Es urgente que aprendamos esto.

¿Y cómo se manifiesta la política de estado de Washington en el caso de Nicaragua? En la búsqueda, no de la libertad de Nicaragua como prioridad, sino de la estabilidad regional, que en la época moderna significa control de migración, terrorismo y narcotráfico. Y para esto, estimado lector, el gobierno de Estados Unidos, sea Republicano o sea Demócrata, no precisa—ni le interesa—que el régimen genocida de Ortega desaparezca. De hecho, la historia, incluso la historia después de abril de 2018, lo confirma: en medio de una crisis profunda, y dados los lazos estrechos del Ejército de Estados Unidos con el de Nicaragua, y de la dependencia que tiene este de retornos en los mercados financieros, no habría sido demasiado difícil, ni costoso, para el gobierno de Trump primero, y luego el de Biden, hacer que el Ejército empujara de la silla al tirano. Pudieron haberlo hecho incluso con discreción, aprovechando el ciclo electoral, lo que habría permitido una “renovación” superficial del poder político en Nicaragua.  Pero no fue así, y esto debe ser parte de nuestra lección, de la cual habrá que derivar enseñanzas: si Ortega, a pesar de la valiente disposición cívica del pueblo nicaragüense, ocupa todavía el poder, es porque los políticos estadounidenses [junto al “gran capital”, y junto a ciertos miembros de la alta jerarquía católica del país y del Vaticano] así prefirieron.  La culpabilidad del gran capital es incuestionable y generalizada.  No puede decirse lo mismo, en honor a la verdad, de la Iglesia Católica, que ha sufrido divisiones, y ha albergado, al lado o enfrentada a la claudicación de unos, la dignidad, coherencia, y hasta el heroísmo de otros. Y, en lo que se refiere al gobierno de Estados Unidos, no hay ninguna ambigüedad moral o política: pudieron despejar el camino hacia una transición post-Ortega, y no lo hicieron, no porque gusten de Ortega, o compartan sus “valores”, sino porque es lo que el manual dicta. No cambiarán de postura a menos que la realidad queme el manual. Y ese fuego solo puede provenir de un lugar: de Nicaragua; del pueblo de Nicaragua.

Francisco Larios

El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org. Artículos de Francisco Larios