En el camino

Víctor Cuadras Andino
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¿Qué hago aquí, tan lejos de vos y tan perdido en mí?

Estoy sentado en el pórtico, a más de diez mil kilómetros de vos, y pienso en escribirte de una vez. 

Escribir es un acto de resistencia, supervivencia y sanidad. Es más que ordenar palabras, es radiografiarse. Y al hacerlo público me libero de ello; lo pongo en una caja a la orilla de la acera. 

Tomo la computadora y, acá comienza todo:

***

Cuando leí «En el camino» de Kerouac, me quedé fascinado con la idea de recorrer Estados Unidos de Norteamérica por carretera. Todas las imágenes evocadas por Jack en la novela me hacían creer en la belleza de lo cotidiano, en la construcción del arte a través de los afanes del hombre común. 

Al llegar a este país no supe adónde iría a parar, qué sería de mí. Solo había tomado un avión con destino a Las Vegas y de ahí saltaría a cuatro ciudades más, tan perdido y herido como había salido de Nicaragua. 

Los planes cambiaron, nada resulto ser fácil y tuve que aprender a andar ligero y sin ataduras; así llegué a Ray, una pequeñísima ciudad en Dakota del Norte. Pero, todo lo referente a Ray, al trabajo en la fábrica, a los pisos, el cloro y mis problemas en las manos, ya lo conocés. Vengo a hablarte de otra cosa.

En la fábrica conocí a Dereck; un mecánico empírico, hijo de granjeros, y ridículamente fanático de los Birmingham Bulls, que no pervierte mi soledad, no exige más que autenticidad y me paga, también, con ella. No espera que «yo sea», él sabe «que soy» y lo entiende y respeta.

Dereck me invitó a conocer la granja de sus abuelos en Preeceville, Saskatchewan. El viaje debía ser por carretera y él me ayudaría a cruzar por un punto ciego el borde fronterizo con Canadá. ¡Aquello sería toda una aventura y ya no tenía más nada que perder!

El plan parecía simple: revisar el estado general de la KIA Sorento; llenar el tanque con veintiún galones de diésel; cargar una reserva de combustible y agua; comprar algunos enlatados y alistar unos sacos para acampar. Sin embargo, al ir tachando los puntos de la lista me alcanzó una ansiedad terrible por creer que necesitaríamos más cosas; quizá un cuchillo, más vasos descartables, un calentador de gas, baterías extras para los teléfonos, otro paquete de cigarrillos; ¡qué se yo!

Me convertí en un loco planteándome cientos de catastróficos escenarios, tenía pavor a la idea de un accidente en medio de la nada. ¿Y si Derek se dormía al volante? ¿Y si nos perdíamos de la ruta correcta y terminábamos en algún pueblo habitado solo por una familia de psicópatas? ¿Y si por mi inexperiencia chocaba cuando me tocara conducir?

¡Una mierda! – le dije. La verdad es que yo no sirvo para esto.

Estarás conmigo, respondió, no pasará nada malo.

Y no fueron solamente esas palabras las que me dieron confianza; fue también esa mirada azul que lo muestra todo, que no esconde nada y te da la sensación de ser abrazado por el mar.

Derek me ha enseñado, por ejemplo, a limpiar y pintar el chasís de un camión para estibar forraje; a colocar los troncos de pino de la forma correcta para que el hacha entre con mayor facilidad; a entender que las vacas emiten un mugido particular cuando la lluvia se acerca. Con él supe que el amor no debía ser complicado, que no era necesario convertirnos en dos seres disputando un poder invisible, que podía sentir paz sin tener la certeza de nada.

«En el camino» uno aprende que el amor requiere valentía, objetivos claros y la capacidad de entregarse al otro sin remilgos, sin temor a mostrar lo que se es y lo que no. 

Este hombre, madre, es certeza. Es todo lo que no soy, todo lo que no tengo: una familia en casa; una casa; sentido de pertenencia; una tierra a la que pueda llamar mía; lengua y lenguaje.

Él no habla ni en pasado ni en futuro, con él todo es presente simple, una conjugación sencilla. Y eso es bueno, por lo menos ahora. No pregunta mucho, no habla más de lo necesario, quizá porque sabe que no podría extenderme más allá de ciertos límites gramaticales. No obstante, es lo único que necesito: un cuerpo con el que pueda, de tanto en tanto, distraerme de la soledad dérmica y gonadal que cargo como buen animal. 

Me salvó del abismo que soy, del hueco que llevo dentro y al que me lanzo a menudo, más de lo que es sano. 

Toma de mí solo lo que quiero darle, no pide más. No cuestiona, se sienta a mi lado a fumarse un cigarrillo, nos une el silencio de nuestras verdades. 

Es probable que pensés que amo atrofiadamente y no voy a rebatir eso con vos; no porque no pueda, sino porque yo también lo creo. Así fui «diseñado» y no he podido, en estos veintitantos años, alterar ese diseño. Me cansé de intentarlo. Corrí lejos, tan lejos que llegué a no ser yo. Hubo un tiempo en el que me odié y sentí asco de mí.

Perdoname, porque no valió la pena que te desgarraran por traer al mundo a un maricón suicida. No merecías derrochar tu sangre en un bebé que se había amarrado todo el cordón umbilical al cuello. Pero vos y el doctor se empecinaron, me arrancaron de tu vientre y me lanzaron al tumulto y el ruido.

¿Qué hago aquí, en Saskatchewan, con este hombre que me presta su casa para «aclarar mi mente»? ¿Qué hago aquí, tan lejos de vos y tan perdido en mí?

I

Ya no soy ese niño
al que salvaste de la asfixia
pujando pujando pujando, (…) 
por el que te desangraste en dolor
y llanto.

Ya no, madre, ya no llueve 
como aquel viernes frío 
en el que tu cuerpo se partió por mí 
y para mí. 

                                      II

Hoy me has dicho que te dolía el vientre, 
perdoname, no pude decirte por teléfono 
que era mi culpa, que soy yo
intentando volver a vos.

                                      III

Soy otra cosa, irreconocible,
me veo al espejo y hay dos:
el que está frente a mí
y otro que saca sus dientes entre el silencio, 
tras la noche de mis rincones. 

Ese, el otro, el que me grita los miedos 
el que me ahorca y me hace sentir pequeño;
se aparece cada tanto, dos o tres veces 
por semana y me pide
que vea por el balcón cinco pisos más abajo. 

Y es que, mama, crucé la frontera 
con un yunque a cuestas, 
¡que pesa y me aplasta! 
y no lo quiero sobre mí, 
no más. 

E intento con uñas, dientes y palabras
destrozarlo, 
lanzar los pedazos al río,
si no, seré yo
quien termine flotando boca abajo.

Víctor Cuadras Andino

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