Ximenita y De Santis

<<La pregunta que le hago a usted, amigo, compatriota, es si va a estar con su hermano Javier, con Ximenita y Consuelo, o con De Santis, Abbott, y todos aquellos que cierran las puertas a quienes solo quieren salvar sus vidas, vivir y aportar con dignidad en una sociedad libre.>>

Imagínese usted que su hermano Javier tuvo que escapar con su esposa y su hija, primero de la casa, y esconderse; huir después, de la ciudad; y ver cómo le saqueaban su negocio, le robaban sus cosas, el producto de toda una vida de trabajo; de enterarse de que los paramilitares parquean una camioneta en la esquina de su madre para asustarla. 

Imagínese que Javier, Consuelo y Ximenita logran salir por veredas hacia Honduras, duermen en un parque la primera noche, consiguen alojamiento por unos días, en un cuarto que por unos días tiene libre un paisano amigo de un primo. Mientras tanto, averiguan cómo iniciar camino al único lugar donde creen poder tener seguridad y encontrar trabajo, allá en el norte, en los Estados Unidos. Saben que la cosa está muy difícil en toda Centroamérica y México, y saben que Estados Unidos es país de inmigrantes, que ha crecido por la inmigración, y hay lugar para ellos, como antes hubo lugar para otros. 

Imagínense que entre amigos y parientes Javier, Consuelo y Ximena consiguen para pasajes de bus y lugares donde dormir, que a duras penas pueden ser llamados “hoteles”, en la ruta larga que va desde Tegucigalpa, pasa por Chiapas, y va, región tras región, hasta Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, precisamente a minutos de la ciudad texana conocida como El Paso. Llegan agotados, curtidos, aturdidos, hambrientos, en la angustia del que huye hacia la incertidumbre, al puesto fronterizo, donde, para usar el lenguaje que está cruelmente de moda del lado norte de la frontera, “they surrender”. “Se rinden”, como si fueran soldados o criminales entregándose. Hay que recordar que lo que hacen más bien es acogerse a la ley internacional que protege el derecho humano (y por tanto inalienable) de solicitar asilo si la vida de uno corre peligro.  

Imagínese ahora que los dejan pasar, los interrogan. Imagínese la angustia de Javier y Consuelo. 

Ximenita duerme, cansada, en brazos de su madre. Javier y Consuelo no dicen palabra, sentados, uno junto al otro, los dos con el mismo peso en sus pechos, con la misma sucesión de ideas repitiéndose ida y vuelta segundo a segundo imparable incesantemente, sin poder darse el lujo de dejarse exclamar, decir, disiparse en el aire de la queja.  ¿Cómo vamos a darle de comer a esta muchachita? ¿Nos dejarán ponernos a salvo? ¿Podremos volver a vivir? ¿Será que nos darán el chance de andar libres por la calle y ganarnos la vida en paz? ¿Será que nos obliguen a regresar al infierno aquél? Saben que esto ha ocurrido antes, y saben que a otros regresados los han metido a la cárcel. De otros, se sabe que fueron deportados, y que nadie los vio más. Tienen cierto miedo, porque han escuchado que un tiempo atrás separaban a niños de padres en la frontera, porque el gobierno de turno en Washington quería detener la inmigración, y llegaron a encerrar a niños menores en celdas que más bien parecían jaulas, niños a veces tan pequeños que ––esto se los contó una pariente que trabajaba de intérprete–– cuando les preguntaban “¿cómo se llama tu mamá?”, solo podían responder: “mama”. 

Imagínese el alivio que sintió su hermano Javier, su cuñada y su sobrina, cuando, después de una espera de tres horas en un cuarto frío y desprovisto de todo ornamento, apareció el oficial de Migración de Estados Unidos con una decisión: “pueden quedarse, su aplicación de asilo será tramitada”.  

Para Javier y Consuelo, un momento de esperanza, y segundos después, de nuevo la sensación de estar frente a un desierto sin fin, de estar ante un espacio sin norte, sin referencia, sin mapa, sin guía, algo así como gente que se encuentra, para usar las palabras del poeta, “sola frente a la noche espacial”.  

La noche es hermosa si se tiene abrigo, si se siente la tierra firme bajo los pies de uno. De lo contrario, la noche es terror. En medio de este terror, sin embargo, la esperanza, su cuerpo malherido allá lejos, en Nicaragua, podría renacer aquí, restablecerse.  Alivio, incertidumbre, alivio, angustia, alivio.  Y luego, la noticia: “por órdenes del gobernador de Texas, a ustedes se les ha buscado un lugar para vivir y trabajar en el norte de Estados Unidos. Van a ir a Washington”.  ¿Qué más podían sentir, tu hermano y su familia, sino agradecimiento?  

Los montaron a un bus, uno de dos parados con el motor andando frente al edificio de Inmigración. Junto a tu hermano y su familia, había gente de Venezuela, de Honduras, de Guatemala, de México, de Cuba, de Colombia. Todos ellos dueños por primera vez de alguna certidumbre, aunque fuese la más breve y mínima: estaban a salvo, tendrían trabajo y techo en Washington, sus aplicaciones de asilo serían tramitadas; podían, por primera vez en semanas, dormir sin temor, sentados en los mullidos asientos del amplio bus.  Al menos tendrían un par de días de tregua en medio de su guerra por no morir a manos de sicarios o paramilitares; o a manos del hambre, la desesperanza y el abandono.

Dos días después, habían llegado a destino. Los bajaron frente a un enorme reloj electrónico que marcaba una hora que nada podría borrar de sus mentes; el momento hecho una imagen fija a las 09:06:15. 09:06:15. 09:06:15. Detrás del reloj, una verja negra, puntiaguda, de 6 pies de altura. Un rótulo en piedra del que Javier solo logró ver “tory” detrás del reloj.  El bus paró, se abrió la puerta con el ruido de una enorme exhalación, y el chofer anunció: “aquí hay que bajarse”.  Cuando acabó de descender el último pasajero, subió al bus, cerró la puerta, y arrancó.  

Imagínese, en ese momento, los pasajeros preguntándose unos a otros cuál sería el próximo paso. Seguramente vendría en cualquier momento un funcionario a informarles dónde tenían que ir, cómo aplicarían para el empleo que les fue prometido, para la ayuda que, según les habían dicho, los esperaba para dar inicio a una nueva vida. Javier y Consuelo, y Ximenita de pie, tomada de la mano de su madre. Javier, con un manojo de papeles y una mochila, viendo en toda dirección, buscando dónde preguntar, a quién consultar, escuchando los murmullos del grupo, las especulaciones cada vez más nerviosas del grupo. 

Minutos después, el gobernador de Texas, y el gobernador de La Florida, anunciaban que habían enviado a los inmigrantes “al patio de Kamala Harris”, y a una isla llamada Martha’s Vineyard. Entre risas burlescas, suyas y de un grupo de sus funcionarios, que posaban de pie al lado del atril, el gobernador de La Florida explicaba que habían enviado a los inmigrantes a “praderas más verdes”, porque los inmigrantes “no pueden ser carga nada más para los ‘estados rojos’ [estados “Republicanos”].  

Para él, la “carga”, el “cargamento” que viene, para usar sus palabras, de “la maldita frontera”, no son seres humanos que atraviesan una pesadilla, que han sufrido un dolor que pareciera imposible a De Santis y a Abbott imaginar.  Los refugiados no son, para estos políticos, más que carne de cañón.

Para eso, tienen que deshumanizar al inmigrante, a tu hermano Javier, a su esposa Consuelo, a tu sobrina, la Ximenita. Pueden hacerlo si se deshumanizan a sí mismos, si rompen la conexión humana con gente hundida en el dolor, sumida en la necesidad, y en lugar de auxiliarles, deciden aprovechar la desgracia de tu hermano, su esposa y su sobrina.  

A De Santis, a Abbott, y a todos los que así actúan, puede servirles, para acallar su conciencia, el pensar que tu hermano Javier, tu cuñada Consuelo, y la Ximenita, pertenecen a esa otra “raza”, que es “el otro”, que “no son de los míos, ni son de aquí”.  Por supuesto: racionalizan, engañan y se engañan, porque quieren hacerlo, porque tienen el espíritu corrupto y hay una maldad que les corroe el alma. 

Pero hay también, afortunadamente, personas de bien para quienes Consuelo, Ximenita y Javier no son “invasores”, no son “el otro”, sino simplemente humanos; hermanos; gente que, al igual que ellos o sus ancestros, llegó a estas tierras en busca de refugio. 

La pregunta que le hago a usted, amigo, compatriota, es si va a estar junto a esta gente de bien, junto a su hermano Javier, a Ximenita y Consuelo, o con De Santis, Abbott, y todos aquellos que cierran las puertas (que una vez se abrieron para ellos) a quienes solo quieren salvar sus vidas, vivir y aportar con dignidad en una sociedad libre.  

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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