Debilidades de la democracia y enfermedades de la izquierda en América Latina

Erick Aguirre
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Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.

Artículos de Erick Aguirre

Después que la explosión social en Honduras había empezado a extinguirse en el interés o la atención de los medios y las plataformas de comunicación, una decisión errónea, seguramente antidemocrática del presidente Martín Vizcarra en Perú dio las primeras señales de lo que después se convertiría en un fenómeno de multiplicación de factores que nos tiene ahora presenciando un panorama complejo y potencialmente catastrófico en Latinoamérica.

Vizcarra disolvió el congreso peruano, donde se obstaculizaban y se empantanaban sistemáticamente todos los intentos de aplicar justicia a los múltiples casos de corrupción y abusos de poder que ha padecido el Perú contemporáneo. Una decisión antidemocrática que sin embargo obtuvo el apoyo mayoritario de la población, que se lanzó a las calles en defensa de la desacertada decisión ejecutiva, y en rechazo evidente a la corrupta clase política peruana, pero refrendando un ejemplo claro de justeza de propósitos y mal procedimiento. En una democracia el poder ejecutivo no puede disolver ni interferir en las facultados de otro poder del Estado.

Luego en Ecuador el presidente Lenín Moreno, seguramente acorralado por el campo minado de desastres y corrupción que el régimen de Rafael Correa le dejó como herencia, aprobó una serie de medidas económicas que afectaron directamente los subsidios al transporte y provocaron un shock político social que devino en explosión. Las siempre beligerantes comunidades indígenas se sumaron a las protestas con una fuerza nada sorprendente, haciendo retroceder a Moreno pero incluso yendo más allá de las causas inmediatas del alzamiento.

Siguiéndolas de lejos a través de las noticias y del vertiginoso y libre flujo de la red virtual traté de entender cada coyuntura y las causas reales de aquellos movimientos. Comprendí que en aquellas incipientes democracias la exasperación y las tentaciones autoritarias de los gobernantes, independientemente de si les asistiera o no la razón, estaban llevándolos a minar las bases del sistema democrático y perjudicando el derrotero de sus propias administraciones.

Pero algo me alimentaba y me sigue alimentando suspicacias respecto a la oportuna conveniencia que el desarrollo de las protestas en cada país significa para el llamado Socialismo del Siglo XXI representado en los gobiernos mafiosos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, así como de las anteriores administraciones de Correa en Ecuador y de Cristina Kirchner en Argentina.

Esto podrá parecer extraño viniendo de mí, pero más allá de las evidencias y de cualquier inclinación o simpatía política, estoy absolutamente convencido de que ese eje populista y mafioso (con asistencia «técnica» de la inteligencia cubana y la de Ortega en el caso de Honduras) ha logrado inocularse en los movimientos de protesta a través de grupos violentos organizados que exacerban e intoxican las legítimas protestas ciudadanas y las distorsionan en favor de sus intereses y de sus planes geopolíticos.

De hecho les imprimen un contenido o un significado atractivo para la indignación de quienes protestan, pero ajeno y pernicioso para las propias realidades que éstos enfrentan, creando además condiciones de desestabilización permanente que son incompatibles con el funcionamiento de cualquier democracia y con las aspiraciones de desarrollo justo y libre que desde esa perspectiva se manifiestan originalmente en las mismas protestas.

En evidente retroceso político y geopolítico, en mi opinión ese eje populista encontró en dichas protestas la oportunidad y la posibilidad de oxigenarse y refortalecerse. y muy probablemente las infiltran y las animan echando mano de sus onerosos y cuantiosos recursos; además de contar con numerosos, ingenuos y románticos seguidores en cada país, cuya ceguera o miopía política no deja de sorprenderme.

Esa personal convicción me llevó a publicar unos posts en las redes sociales que encontraron rechazo entre personas comprometidas en la lucha por la democracia y contra la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua. Dije que Correa y la inteligencia cubana estaban azuzando las revueltas en Ecuador, usando la «estrategia Ortega» de gobernar desde abajo, es decir, no dejar gobernar a nadie que no sea ellos. Igual en Honduras y Perú, señalé, agregando que en Argentina por desgracia los Fernández Kirschner ya anunciaban su regreso al gobierno.

Declaré también mi extrañeza ante el hecho de que tantos luchadores por la democracia se regocijaran por los incendios en Chile y Ecuador, o por las huelgas en Honduras, pero en Nicaragua repitieran el estribillo de la «resistencia pacífica» desde sus zonas de confort, esperando que este régimen atroz caiga a punta de pañuelazos.

Sostuve y sostengo que, al igual que el populismo redentorista del Siglo XXI, algunos fervorosos corazones de izquierda dentro del movimiento Azul y Blanco en Nicaragua, cuando escuchan hablar de imperialismo o neoliberalismo saltan de entusiasmo, casi instintivamente, coincidiendo grotescamente con el discurso orteguista y chavista.

Ante mis críticas hubo quien me diagnosticó una grave «confusión ideológica» (lo que me recordó las razones por las que en 1984 el sandinismo me metió a la cárcel: «diversionismo ideológico»), ante lo que respondí pidiendo que, si tal fuera el caso, mis detractores se quitaran de una vez sus máscaras demócratas y aplaudieran sin pudor a Diosdado Cabello, el narcoasesino venezolano, que en ese momento amenazaba con incendiar la región. Así nos evitaríamos cualquier tipo de confusiones.

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No sé si a ustedes, pero a mí me parece evidente que, si alguien se había estado preguntando por qué Ortega hasta ahora no ha cedido ante las demandas del movimiento Azul y Blanco, a pesar de tener todo en contra (principalmente el acelerado deterioro económico y la presión internacional), buena parte de la respuesta está en lo conveniente que para él ahora resultan las convulsiones que hemos estado viendo en esos países de la región.

A eso, supongo, se estaba ateniendo Ortega: a lo que él seguramente considera como el advenimiento de una nueva correlación de fuerzas regional, y sospecho que era eso precisamente lo que estaba esperando. Por eso parecen importarle un bledo las acciones de la OEA en su contra. Habría que ver la correlación de votos en ese organismo ahora que, en medio de tantas convulsiones y cambios o permanencias fraudulentas de gobiernos, se vence el plazo de 75 días que se le dio para reanudar negociaciones en busca de una salida a nuestra crisis.

Definitivamente a Ortega las revueltas le convienen, aunque el origen de estas sea justo y nada tenga que ver con la naturaleza autoritaria y depredadora de su régimen, y sí, mucho, con la demagogia de su discurso, que condena hipócritamente las injusticias propiciadas por «los ricos».

Es claro que la injusticia y la crueldad de las élites latinoamericanas son innegables. No pretendo ocultarlas ni justificarlas. Por eso mismo creo que las causas de las protestas en cada uno de esos países son válidas y legítimas. Tampoco pretendo invalidarlas. Nunca lo he hecho, y quienes me conocen saben que más bien he hecho lo contrario. Pero que tras ellas hay ahora una mano oculta del populismo demagógico autodenominado de izquierda es también innegable.

Lo digo porque, independientemente de las luchas y aspiraciones de las mayorías en esos países, a mí en primer lugar me interesa por ahora la lucha en Nicaragua por la democracia, y porque no dejo de preguntarme cuánto y cómo beneficia a Ortega y al eje populista del que forma parte, este río revuelto en Latinoamérica.

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Al Chile de hoy, por ejemplo, o al mismo Perú o a Ecuador, creo que deberíamos verlos más bien como la proyección de un futuro hipotético para Nicaragua, y también como la retrospectiva o recurrencia de un pasado reciente dramático.

Hablo de una especie de  dèja vú del inicio de nuestra frustrada transición democrática en los años noventa, cuando una vez derrotado el gobierno del FSLN los tecnócratas operadores de las élites con poder económico empezaron a provocar otra acumulación de descontento ciudadano desde el nuevo gobierno de Violeta Chamorro, cuyo timón era conducido por un ex gerente de la familia Pellas, recordemos bien.

Los flamantes tecnócratas demostraron (igual que las élites chilenas después de Pinochet, por ejemplo) ser socialmente insensibles y parecían creer que los nicaragüenses estaríamos dispuestos (a cambio de paz o del fin de la guerra) a ser pobres por siempre. La acumulación de ese descontento creciente, sin embargo, no llegó a explotar espontáneamente (como sí sucedió en abril 2018) porque además de no existir aún la Internet, el descontento fue aprovechado y manipulado por la mafia orteguista y por el FSLN, quienes con el poder que nunca en realidad perdieron lograron doblar el brazo de los tecnócratas, o digámoslo claro: de los grandes capitales.

Igual que Pinochet en Chile los déspotas de Nicaragua no solo evitaron ser enjuiciados, sino que tampoco dejaron de ejercer poderosa influencia en el Ejército, y en medio del cambio conservaron poder político y económico. En nombre de ideas de izquierda y frente a la insensibilidad social de la tecnocracia del gobierno Chamorro, las organizaciones y sindicatos de Ortega, entre ellos los famosos Parrales Vallejos y los «cuadros» de UNEN que manipularon a tantos jóvenes con el discurso mentiroso de la reivindicación del 6% para las universidades; la mafia populista hizo de las famosas asonadas su mejor herramienta de chantaje y presión política.

También así fueron instrumentalizados los recompas y recontras (¿recuerdan?), a quienes ellos mismos aniquilaron a fuego limpio después de haberlos usado y cuando gracias al pacto con Arnoldo Alemán ya no les eran útiles y les eran incómodos. Todo con la participación diligente del Ejército.

El orteguismo logró así consolidar su poder mafioso y logró volver al gobierno, desde donde (a través de otro pacto antidemocrático entre élites y aprovechando los miles de millones de petrodólares venezolanos) instauraron su peculiar monarquía, con el beneplácito de las élites ultra millonarias para quienes las ganancias inusitadas del proyecto de Alianza Público Privada eran un verdadero «milagro», y así lo dijeron sin pudor ante las cámaras.

La tecnocracia empresarial o los operadores políticos del gran capital jugaron entonces su papel. Tenían oficina de cabildeo en el parlamento y eran infaltables en la reuniones de gobierno donde se trazaban los planes y proyecciones económicas del régimen familiar de los Ortega Murillo. 

Ya sabemos quiénes son y dónde están ahora esos operadores. No se asusten: nada más y nada menos que encabezando el movimiento Azul y Blanco. Y si ellos logran llevar a cabo su plan de «aterrizaje suave» para Ortega, el mismo escenario de los años noventa nos espera otra vez en el futuro próximo. Y seguramente peor. 

Se repetirá el ciclo y las causas que llevan ahora a la gente a sublevarse por ejemplo en Chile, o contra el fraude electoral en Bolivia, o contra el impedimento de justicia y la impunidad de la corrupción en Perú, o contra las medidas de shock en Ecuador; volverán a ser las mismas que se frustraron en los noventa para nosotros.

Ahí verán otra vez a los populistas demagógicos aprovechando el movimiento social para conducirlo hacia sus propósitos. Ahora con mucho mayor poder económico y recursos, con los paramilitares armados y encapuchados que ya no tienen el rubor de camuflar como «renegados», como hicieron con los recompas y recontras. ¿Y la Policía y el Ejército?… Solo imaginen. 

Y aquí es donde me pregunto: ¿veremos también a los «progresistas» que hoy son Azul y Blanco sumándose a las asonadas y gritando condenas al neoliberalismo? Como ya dije: todo eso ya lo vivimos. No lo repitamos. No sigamos reinventando nuestro pasado. Usemos para algo la memoria.

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Un colega argumentó que el regreso de los Fernández Kirchner en Argentina no debe ser entendido como sadomasoquismo o estupidez de la mayoría de argentinos, si no como un hecho en efecto incuestionable: en Argentina funciona la democracia, y una de sus formas de funcionamiento es la oportunidad que las elecciones libres brindan a las sociedades o a sus ciudadanos de castigar a gobiernos que no han cumplido con sus expectativas y escoger a otros.

Lo entiendo y lo acepto. Pero le recuerdo al colega que el afán de las viejas y anquilosadas izquierdas de condenar y denunciar las perversidades neoliberales y del pérfido conservadurismo, o de la «derecha» recalcitrante, en la experiencia latinoamericana siempre termina en el menoscabo de la democracia (que solo es un sistema tentativo de convivencia y no necesariamente está asociada a los intereses ultraconservadores, quizás al contrario) y en el ascenso político de grupos populistas autoritarios y mafiosos que permanentemente la socavan.

Ningún líder, partido o movimiento que se llame democrático socava a la misma democracia que le permitió llegar al gobierno, menos con el propósito de perpetuarse en él.

¿No llegó Chávez al poder por las urnas en 1999, luego de fallar en un intento de golpe violento? ¿No llegó Evo Morales al gobierno en 2004 por elecciones democráticas, casi con el 50% de votos válidos? ¿No regresó igualmente Ortega al poder en 2006 con el 36%? ¿Qué ha sucedido después? La instauración y el fortalecimiento en el poder de mafias criminales. Y ni las mafias ni el crimen son compatibles con la idea de una democracia sujeta a leyes y controles para el bien común.

El crimen debe ser combatido y castigado por la Ley. Cristina Fernández Kirchner tiene más de una decena de causas judiciales pendientes y órdenes de captura por cargos no solo de robo sino también de homicidio. Sin embargo la democracia le ha permitido volver al gobierno. ¿Quién garantiza que ahora no se cubrirá con los beneficios que la democracia le otorga para seguir haciendo lo que hace? ¿Cómo evitar que los políticos corruptos logren acumular suficientes fortunas como para darse el lujo de retar al sistema de justicia de una democracia y financiarse campañas políticas para estar siempre en condiciones de poder?

Pero es verdad que en Argentina funciona una democracia. El descaro con que la Kirchner se ha proclamado vencedora lo demuestra. Lamentablemente, la única manera que hasta ahora tiene la democracia para conjurar este tipo de peligros es fortaleciendo todo lo que la hace diferente de cualquier sistema autoritario: la libertad de crítica, la fiscalización pública del poder y todas esas cosas que constituyen la sociedad abierta y libre a la que todos (supongo) aspiramos.

Por eso creo que se equivocó Vizcarra al disolver el congreso peruano, por eso creo que han actuado mal las élites chilenas, por eso creo también que en Ecuador han sido apresuradas, irreflexivas e inconsultas las medidas que pusieron a Lenín Moreno en aprietos. Porque en esos países mal que bien funciona la democracia, y lo que están enfrentando ahora es precisamente causa de que en ellos hay libertad de crítica, fiscalización del poder y todas esas cosas que a no pocos que hoy aquí se dicen Azul y Blanco parecen a veces molestarles.

Precisamente por esa misma libertad y apertura es que la democracia es proclive a la infiltración y la manipulación del populismo y el autoritarismo (que en nuestro caso ha logrado una fuerte e inusual alianza con el poder corporativo). Así llegaron al poder Chávez, Morales, Ortega, Correa y la Kirchner. Esa es la debilidad de la democracia en América Latina y ese es el gran motivo de mi alarma. 

Lo siento por quienes esperaban de mí otras opiniones, pero en mi experiencia personal he aprendido que, por más justiciero que parezca, si no tiene la suficiente decencia, flexibilidad y racionamiento práctico como para someterse, enmendarse, rehacerse o adecuarse a la realidad concreta de los seres humanos, cualquier programa ideológico o político, por más que se llame progresista está destinado a convertirse en opresor.

Creo sinceramente que son las ideas políticas las que deben someterse a la realidad y no al revés. Pero con frecuencia las realidades sociales son tan impredecibles y tumultuosas que llegan a entusiasmar a quienes no saben distinguir entre la realidad y sus personales quimeras de justicia social, o su emocional adhesión a las causas populares. Y creo que eso sucede hoy con algunos luchadores anti Ortega en Nicaragua, sobre todo con algunos que, como yo (lo confieso), arrastran una formación política enraizada en la izquierda del siglo pasado y no han sido capaces de reordenar sus ideas políticas ante las nuevas realidades humanas.

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Entiendo que todo esto no se trata de una simple dicotomía izquierda-derecha, pero por mi propio origen de izquierda estoy obligado a reflexionar a fondo sobre lo que eso significa. Así lo he hecho desde hace más de veinte años y mis conclusiones son duras y autocríticas. En este proceso de auto reconocimiento personal he llegado a entender que en la dicotomía prevaleciente en los discursos ideologizados del siglo XX, lo que conocíamos como las ideas y programas libertarios de la izquierda acabaron por convertirse en una religión secular.

Sin embargo, para aquellos que en Nicaragua, considerándose de izquierda hoy asumen la lucha por la democracia (o al menos la lucha contra la dictadura de Daniel Ortega y su consorte), esas ideas y programas (evidentemente ya descubiertos en su hipocresía y doble moral), revestidas y maquilladas con nuevas retóricas adecuadas a los nuevos contextos parecen seguir siendo una especie de credo irrenunciable y sagrado. Así lo delatan los entusiasmos y la deliberada falta de reflexión acerca de las diferencias y similitudes entre un fenómeno y otro en la América Latina de hoy.

Calificar por igual como dictadores a Evo Morales y a Sebastián Piñera, por ejemplo, en mi opinión constituye una dicotomía falaz que pretende encubrir matices. Es no saber distinguir entre un régimen autoritario como el boliviano y una democracia en la que prima la influencia de grupos de poder socialmente insensibles, como sucede en Chile, cuya actual crisis es producto no solo del egoísmo y la perversidad de las élites conservadoras, si no también de las veleidades y la corrupción de la llamada izquierda política.

El ardor de las llamas en las estaciones del metro, la represión de los milicos y las canciones de Víctor Jara coreadas por miles en las plazas públicas, hacen olvidar a algunos que a pesar de todo los chilenos han vivido todos estos años en democracia; una democracia cuyas aspiraciones de bienestar general deben ampliarse y no reducirse, como en efecto era la tendencia bajo Piñera, y aún antes de la propia Bachelet; pero una democracia al fin.

Mientras tanto en la Bolivia de Morales se ha vivido, sin ningún tipo de duda, bajo la impostura del populismo y el secuestro ilegítimo de los poderes públicos por un proyecto político en el que confluyen y se suman las fuerzas conspiradoras transnacionales que ya todos conocemos, y que tantos padecimientos y represión han causado en la región. Un proyecto político desfasado que se ha visto obligado a perpetrar con descaro el fraude e imponer por la fuerza, valiendo la redundancia, su propia naturaleza fraudulenta.

Pero mas que las similitudes, las diferencias son abismales. No intentemos difuminarlas con retórica antisistémica o con romanticismos seudoprogresistas, o tratando de volver a hablar por «los pueblos» como si fueran mudos y solo pudieran pensar y actuar con ayuda nuestra; sin mencionar la doblez o la desfachatez que implica hablar en su nombre sin estar en su lugar ni sufrir las consecuencias. Esas son enfermedades crónicas de la izquierda que no quieren reconocer quienes, desde el movimiento anti Ortega, aún las padecen y en su fuero interno abjuran de la democracia y desconfían de quienes aspiramos a una sociedad abierta y de economía libre sujeta a controles institucionales.

Con las diferencias de rigor en cada caso, lo que sucede ahora en Ecuador, Chile, Perú, Bolivia o Argentina, es el futuro que le espera a cualquier gobierno que no surja de la erradicación absoluta de Ortega, el FSLN y todos sus circuitos visibles y no visibles en Nicaragua.

Si el orteguismo, el FSLN, sus sicarios militares y paramilitares y sus ultramillonarios circuitos de poder económico sobreviven a un cambio, nos espera el desastre. Evitarlo depende no solo de erradicar, repito, al FSLN y al orteguismo de nuestro escenario político, social y económico, sino de doblegar políticamente los intentos pactistas de las élites económicas; pero también de saber diferenciar y entender hasta dónde pueden llevarnos esos entusiasmos «progresistas» y sus coincidencias con el populismo autoritario.

Las distintas reacciones de quienes nos aglutinamos alrededor de la irrenunciable aspiración de derrocar a Ortega y organizar un nuevo país, ante lo que está sucediendo en Latinoamérica, al menos a mí me está permitiendo identificar serios problemas en algunos discursos y en algunos entusiasmos latinoamericanistas en el propio seno del variadísimo conglomerado Azul y Blanco. Y debo confesarlo sin ambages: no me dan buena espina algunas de esas reacciones.

Desde hace buen tiempo dejé de confiar en los discursos justicieros que en el esquema dicotómico del siglo pasado se proclamaban desde la llamada izquierda. Y eso no significa que personalmente esté experimentando un «giro neoconservador» en mis posiciones políticas. Simplemente he tratado de releer la Historia sin prejuicios ideológicos, y me he percatado de una verdad desde hace tiempo tan evidente como desapercibida: Nicaragua no conoce la democracia. Ni siquiera en su versión más incipiente. Y al menos yo quiero saber lo que se podría aprender de ella y cerciorarme de una básica o relativamente justa posibilidad de su funcionamiento.

No se trata de comodidad, menos de búsquedas lucrativas. Quienes me conocen saben que así como estoy he estado siempre: sin lucros onerosos ni fortuna. Tampoco podría asegurar si es que, a estas alturas, la creciente complejidad de este mundo me esté llevando, como ya me lo han dicho, a «confusiones ideológicas». Tal vez sea cierto o tal vez no. Prefiero sin embargo dudar o confundirme que seguir a ciegas un designio o una promesa cuestionable que finge ser incuestionable y ha demostrado ser el caballo de Troya de mafias iguales o peores que las que uno puede ver en el conservadurismo recalcitrante.

De lo que sí estoy seguro es de que, quienes se llenan la boca defendiendo desde posiciones cómodas a los pobres, a los trabajadores, a las comunidades indígenas, en fin, a «los pueblos»; por lo general (al menos en mi experiencia) suelen ser gente intolerante, sectaria y propensa al autoritarismo; cuando no manipuladores que operan con máscara y lo que en verdad buscan es el beneficio propio.

Erick Aguirre

Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Artículos de Erick Aguirre